lunes, 30 de julio de 2007

Bergman, in memoriam






El escritor y director de cine y teatro sueco Ingmar Bergman nos ha dejado. El autor de películas como ‘El séptimo sello’ o ‘Fanny y Alexander’, se nos ha ido a la edad de 89 años en su casa de la isla de Faro, según ha anunciado hoy mismo su hija, Eva Bergman.

Uno de los más influyentes directores de la segunda mitad del siglo XX, ha encontrado su final de una manera dulce y tranquila, en la cama y rodeado de su familia, tal y como ha explicado su hermana a la agencia sueca de noticias TT sin precisar las causas del fallecimiento ni la hora a la que se produjo.

El funeral, cuya fecha y lugar están sin confirmar, se hará en la más estricta intimidad. Su muerte ha conmocionado a la sociedad sueca y al mundo del cine, al ser reconocido unánimemente como uno de sus maestros indiscutibles.

Nos deja para la posteridad 54 películas, 126 producciones teatrales y 39 trabajos para la radio. Descanse en paz este maestro de la imagen.

En su recuerdo vamos a publicar en nuestro blog este artículo que Joaquín Vallet escribió en Miradas de Cine sobre su última película Saraband:

El Bergman contemplativo

Ingmar Bergman tiene casi noventa años. Y, a esta edad, muchos intuimos que debe estar emulando a uno de los personajes por él creados, Antonius Block. Al igual que aquél, no es difícil imaginarse a Bergman jugando al ajedrez con una Muerte de rasgos hieráticos a la que, probablemente, vea cada vez más y más cerca. Sin embargo, Bergman, concienzudo como pocos y buscador incansable de verdades morales y existenciales por el sendero de la indagación más escrupulosa y, en más de una ocasión, dolorosa, ha recorrido el suficiente camino a lo largo de su vida (tanto la personal como la cinematográfica que, en el fondo, hablando de Bergman viene a ser lo mismo) como para tener la seguridad de haber encontrado la clave de su propia vida y sentirse tan a gusto consigo mismo como otro de sus hijos fílmicos, el profesor Isak Borg quien, una vez arreglados los cabos sueltos con el pasado y las tensas relaciones con los miembros de su familia, encuentra la suficiente paz de espíritu como para entregarse a su postrer sueño. El arreglo de cuentas particular de Bergman es, sin ningún género de dudas, Saraband, película con la que alcanza tal grado de serenidad que únicamente se puede realizar cuando se es consciente del tiempo vivido y del que queda por vivir.
Saraband es un compendio del anterior cine de Bergman con la que el cineasta cierra el círculo de una filmografía tan íntimamente interconectada que apenas es posible tratarla de forma separada. El film da comienzo como Fresas salvajes, incidiendo en las fotografías y dejando de manifiesto la suma importancia que los recuerdos tendrán a lo largo de la película. Sin embargo, entre Fresas salvajes y Saraband median cuarenta y cinco años de reflexiones, encuentros y desencuentros y, sobre todo, un ingente número de obras que Bergman, frecuentemente, ha utilizado como elemento catártico. El joven artista de treinta y nueve años, preocupado por la existencia de Dios, los dogmas morales, la problemática vital y la incomunicación humana se ha convertido en un viejo sabio que, aun sin poseer ninguna de las respuestas que ha ido buscando, sí ha encontrado un film con el que reflejar su actual etapa con un pulso casi ascético.

La película es, asimismo, una pieza de cámara (en el sentido más schubertiano de la expresión), cerrada en sí misma, íntima y secreta, silenciosa y tan intensa dentro de su aparente austeridad que llega a inquietar. Salvo el prólogo y el epílogo (la presentación y despedida de Liv Ullmann) Saraband está construida, íntegramente, mediante conversaciones. Conversaciones entre dos interlocutores en las que, generalmente, se habla de una tercera persona, se rememoran hechos pasados o se comentan antiguas (o presentes) frustraciones. Sin embargo, existe un detalle más importante que las palabras que recitan los actores y es qué están haciendo, sus movimientos por el espacio escénico o cuáles son sus gestos y actitudes mientras declaman sus frases. En Saraband, de hecho, una conversación entre padre e hija puede devenir en un gesto de latente o consumado incesto, o un diálogo entre una antigua pareja puede provocar una inusitada regresión de amor e, incluso, pasión mediante una mirada concreta. La clave de todo ello está en una dirección de actores sencillamente prodigiosa en la que todos expresan un cúmulo de emociones y sentimientos extremos, sin caer jamás en los aspavientos melodramáticos. De igual manera, el análisis del subtexto es tan minucioso y contundente que se convierte en la base de la importancia del film, más allá de su liviana trama argumental.

Saraband, como toda obra maestra que se precie de serlo, produce una extraña sensación de juego de espejos. Bergman, al igual que en el resto de su apasionante obra, nos está narrando todos sus sentimientos, sus anhelos, sus emociones y dudas más profundas. Aun así, el espectador se encuentra reflejado (aun involuntariamente) en alguno de los múltiples flancos que delimitan el film. Existe una especie de interconexión atávica en la materialización audiovisual de los más íntimos recodos internos de un maestro casi nonagenario y el resto de todos nosotros que llega a sorprender. Puede ser debido a que el cineasta ha llegado a un conocimiento tan amplio del alma humana que es capaz, incluso, de darle imagen. O, quizá, que Bergman, al final de todo, nos está contando impresiones universales que sabe tratar con la madurez y la profundidad necesarias como para abarcar todas las aristas posibles.

Sea lo que fuere, con Saraband, Bergman llega al mismo estatus que Dreyer con Gertrud o Kubrick con Eyes Wide Shut: la sublimación, casi cercana a la abstracción, de un estilo propio sin parangón posible, y la creación de una pieza absolutamente magistral.

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sábado, 28 de julio de 2007

El agua en el cine de Andrei Tarkovski


Solaris de Tarkovski



Publicado por Frederic Soldevilla en Miradas de cine

Andrei Tarkovski solía decir en las entrevistas que concedía que el agua que aparece en sus films no tenía un significado especial. Solía decirles a los críticos algo que no dejaba de ser cierto: que el agua era parte del paisaje en el que había crecido. Efectivamente, en casa de su abuela materna, en Iurevetsz, junto al Volga, la lluvia era constante, y ello afectó de tal modo a la sensibilidad del pequeño Andrei, que en todas sus siete películas posteriores apareció la lluvia y el agua. Según el director, «en Rusia hay largas temporadas de lluvia que despiertan la nostalgia» [1]. Y prosigue: «en la lluvia se puede ver, sin más, mal tiempo, mientras yo lo utilizo de una forma determinada, como un ambiente estético, que marca el desarrollo de la acción, Pero no significa —ni mucho menos— que en mis películas la naturaleza sea símbolo de algo».

Tarkovski, al igual que Fellini y otros grandes creadores cinematográficos, usufructa recuerdos de su infancia para crear algo superior a lo meramente subjetivo, algo que mediante la universalidad del arte pueda captar la sensibilidad de cada receptor de su obra, cosa que Tarkovski siempre procuró.

El director ruso intuyó que el agua simboliza lo eterno y el espíritu, o juntando ambos conceptos, la dimensión de la espiritualidad eterna, ligada de forma indisoluble a la pureza, la transparencia y la indivisibilidad del agua. ¿Acaso el alma o el arte no son, como conceptos abstractos, puros, transparentes e indivisibles?. Por tanto en mi opinión, y contradiciendo un poco al propio director que la naturaleza no es símbolo de algo, observamos que la fe, la materialización de lo imposible, la densidad conceptual y los procesos dramáticos interiorizados, todos ellos característicos del cine de Andrei Tarkovski, casan bien con un elemento externo que opera como símbolo, que no puede abarcarse con las manos porque fluye continuamente, pero que puede tener “vida propia”, como la superficie líquida del planeta Solaris. Así, para Angel Sobreviela, «el agua y sus diversos sonidos, casi musicales, son una referencia constante de la poética de Tarkovski, formando parte de aquellos elementos con los que en breves pinceladas conseguía crear una atmósfera en la que el espectador se encuentra abierto a los menores detalles (…) que le hacen prestar atención a lo cotidiano y a su sentido evocador y trascendente» [2]. Y otro autor, Pablo Capanna, opina: «Lo que cae del cielo es emblema de la gracia divina, que purifica como el perdón» [3].
En sus dos primeras películas, las más lineales y narrativas por estar centradas en procesos históricos (La infancia de Iván y Andrei Rublev), el uso poético del agua no es tan evidente. En la película sobre la segunda guerra mundial el agua se asocia a la alegría de la infancia (Iván y su hermana corriendo por la playa, unos caballos comiendo manzanas apaciblemente bajo la lluvia) y en la película sobre el monje pintor, cuando Kiril, Danila y Andrei Rublev son sorprendidos por la lluvia camino de Moscú y se refugian en la cabaña con los campesinos, la lluvia es la excusa para interconectar el mundo de los campesinos con el de los monjes en la cabaña, contacto que se rebelará imposible. Asimismo, en esta última cinta, el sonido de pisadas en el barro (tierra y lluvia juntos) de los soldados rebela la misión poco agraciada que tienen encomendada, pues “pisan el agua”. En esta misma línea, en otro ejemplo los soldados tropiezan en el barro en El espejo, en las imágenes documentales del ejército rojo.

Pero a partir de Solaris, su tercera película, la cosa cambia. La lluvia pasa a ser el modo de representar la comunicación del cielo con la tierra, una evocación impregnada de melancolía que abre las puertas del alma y nos recuerda que a lo absoluto sólo se accede por la fe y por la actividad creadora. Ejemplos hay muchísimos. María purifica a Alexander del barro del camino echándole agua de una jarra (en Sacrificio), de la misma manera que la madre purificaba a Kelvin en el sueño de Solaris. El baño del niño Alexei en el estanque, con su madre cercana, casi al final de El espejo, tiene también un carácter de purificación, pues tras el baño el niño puede acceder a los dominios del recuerdo infantil, recuperando el tiempo pasado e integrándose en él (accediendo al espacio de la infancia, ese espacio tan querido en el cine de Tarkovski). En esta última película, la madre de Andrei se lava el pelo en una palangana, que contrasta con el personaje de Eugenia de Nostalgia, que no puede hacerlo.

El Stalker duerme en una pequeña isla rodeada de agua, como personaje que se dispone a transmitir toda su energía espiritual al profesor y al escritor, camino de la Zona, y por ello el director ruso le pone en contacto con el medio líquido. Agua que por cierto no procede de ningún río, sino que es agua que cae del cielo y que se une de tal modo a la zona que forman un ente inseparable. Pablo Capanna explica «la zona es el lugar del agua, de un discontinuo y prolongado goteo interrumpido por pequeñas cascadas y corrientes, del rumor del pozo, la pasión de la lluvia, el repique de piedras, el delicado chapaleo de la onda» y «la lluvia es llanto, la lluvia es riego y fertiliza, puede llegar a castigo si contundente o señalar tan solo la estación del año. La lluvia es una bendición que se pide y un don que se otorga, pero también diluvio y calamidad»[4].

El ruido del agua corriente simboliza la vida espiritual, como la casa del Stalker o el hotel donde descansa Gorchakov en Nostalgia. Sin embargo, como he dicho antes, Eugenia no tiene agua en su habitación, dando a entender de este modo la pobreza espiritual de esta mujer, que no puede desligarse de la cotidianidad del existir, a diferencia de Domenico y Gorchakov. Este desligarse de lo cotidiano no puede tener más claro exponente que en ninguna de sus películas nadie aparece bebiendo agua, es decir, la función de mantenimiento vital del cuerpo humano queda disociada de su función “más elevada”, esto es, el contacto espiritual que su presencia evoca. Domenico, en Nostalgia, dice “dejemos de ensuciar el agua” en el discurso final, antes de suicidarse y delegar en Gorchakov, pues él no puede hacerlo, la posibilidad de salvar a toda la humanidad cruzando la piscina termal de Santa Caterina.

Por último, comentar las peculiares “lluvias dentro de las habitaciones” que existen en su cine: hay lluvia dentro de la habitación en Nostalgia, Solaris y Stalker. Según Angel Sobreviela, «la lluvia en el interior de las habitaciones expresa el último contacto con lo inefable» [5]. Efectivamente, creo que las famosas precipitaciones dentro de las habitaciones (Tarkovski era frecuentemente interrogado al respecto) son el grado máximo de contacto con la dimensión de lo eterno, una imagen nueva y única del mundo que se presenta como una revelación, como un deseo del artista de fijar la vivencia de lo interminable y que se expresa por medio de la limitación: lo espiritual por lo material, lo infinito por lo finito.

[1] Andrei Tarkovski en Esculpir en el tiempo (Libros de cine Rialp, 2000). p. 236.

[2] Angel Sobreviela en Andrei Tarkovski: de la narración a la poesía (Fancy ediciones, 2003), pp. 88 y 89.

[3] Pablo Capanna en Andrei Tarkovski: el ícono y la pantalla (Ediciones de la flor, colección personas, 2003), p. 214.

[4] Ibídem p. 101.

[5] Op.cit. en nota, p. 28.

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Nadie sabe






Publicado por Alejandro G. Calvo en Miradas de Cine

Dare mo shiranai (Nobody knows) (2004) de Hirokazu Koreeda
El infierno
«¿Y no es ésta quizá una sólida definición del realismo en el arte: obligar al espíritu a tomar partido sin engañarnos con los seres y las cosas?» André Bazin.

En un primer visionado de Nadie sabe, no podía dejar de acordarme de la desgarradora película de Roberto Rossellini Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1947). He estado pensando al respecto, si existe una conexión estética más allá del hecho de que sea un film protagonizado por un joven en condiciones de vida extremas, y he de reconocer que la plástica de uno y otro realizador difieren en demasiados puntos y soluciones formales, pero sin embargo, ambas se erigen como ejemplos claros de lo que se ha venido a entender como realismo cinematográfico. Pese a que ambos films son secos, duros e intentan alejarse en lo posible del melodramatismo común (no ya el barato o estridente, sino simplemente el formal), el film de Rossellini es frío e incluye un cierto discurso político, porque está construido sobre el facto de crearse un nudo dramático a partir de las condiciones sociales y humanas de un trágico contexto heredero de la historia, mientras que el de Kore-Eda es un trabajo cálido, erigido sobre el amor y la amistad frente a un hecho tan cruel como inesperado, que no responde a ningún contexto coyuntural, sino accidental. Efectivamente, ambas son dos historias de terror puro con momentos verdaderamente escalofriantes y desesperanzadores que acaban por minar la moral del espectador, sin embargo Alemania, año cero acaba por ser un cuento pesimista, una mirada derrotada sobre la existencia humana, y Nadie sabe, pese a lo amargo de su historia, está contada en forma de fábula, casi en forma de aventura juvenil cuyo máximo logro es la supervivencia del día a día.

Kore-Eda no juzga a sus personajes, y en ese aspecto, aunque posee una mirada cercana a la de Yasujiro Ozu (1), su espíritu está más cercano al Akira Kurosawa de Vivir (Ikiru , 1952) y sobretodo de Dodes-ka'den (Dodeskaden, 1971), y es por ello que no puedo adherirme al consenso crítico de que Nadie sabe está cercano al Truffaut de Los 400 golpes (Les Quatre-cents coups, 1959) , El pequeño salvaje (L'enfant sauvage, 1969) o La piel dura (L'argent de poche, 1975) —o a Cero en conducta / Zero de conduite, 1933 de Jean Vigo— en su tratamiento de la infancia golpeada continuamente, aunque es evidente que existen puntos metafísicos en común, porque la calidez con que Kore-Eda encuadra a sus jóvenes protagonistas me retrotraen más al espectro de desolación de la infancia arrasada de La noche del cazador (The night of the hunter, 1955. Charles Laughton) o Shara (ídem, 2003. Naomi Kawase). Pero ni siquiera en Nadie sabe existe un mal más allá de la estupidez humana, por que déjenme decirlo, la despreocupada madre del cuento, que acaba convirtiéndose (por ausencia) en el auténtico demonio de la historia, ni siquiera está retratada con maldad por parte del director. Es más, la historia en su inicio, incluso en la presentación de los niños escondidos en las maletas para ocultarse de los caseros, parece la de la supervivencia de una familia pobre pero feliz, como la que poseía Giulietta Masina en Europa 51 (Ídem, 1951), de nuevo, de Roberto Rossellini. Sin embargo, como el cuento de terror puro que es Nadie sabe —igual de desasosegante que El tiempo del lobo (Le temps du loup, 2003) de Michael Haneke, pero carente de su frialdad afilada como el hielo seco; tan desesperanzadora como Rompiendo las olas (Breaking the waves, 1995) de Lars Von Trier, pero sin titiriteros hacia quien enfocar nuestra rabia—, lo anómalo se va haciendo presente poco a poco en la realidad ignorada del espectador y la inocencia interrumpida de sus protagonistas: una madre que se niega a que sus hijos vayan a la escuela, que llega tarde y borracha a casa, que desaparece durante un tiempo sin que haya noticias sobre ella… hasta que la realidad se impone y se marcha y ya no vuelve. Y aún así, todo parece seguir siendo un juego: cuatro niños en una casa donde sobreviven ignorando su desgracia; si Kore-Eda no tuviera esa mirada, esta historia no sería narrable en ningún estilo o formato artístico.

La realidad supera con creces a la ficción y al terminar de ver el film, un espectador con la ética suficientemente poco dañada de antemano, no recordará ni que (i) El film es un flash-back, que arranca con el viaje de Akira (2) en tren hacia el aeropuerto con su hermana Yuki de nuevo en el interior de una maleta, ni que (ii) el film está basado en unos hechos reales acaecidos en Tokyo en 1988, por ello Nadie sabe, a poco que se plantee uno la situación, es un film directamente insoportable, y por otra parte, totalmente necesario. Pese a todo, hay que reconocer la presencia de momentos incómodos dentro de la coherencia artística de Kore-Eda, situaciones fuera de lugar como la prostitución de la joven amiga de Akira para que éste pueda disponer de dinero para alimentar a sus hermanos o la reiteración en la desidia —por llamarlo de algún modo— de la madre, representada en la insensata última carta que les envía desde su nueva familia. A nivel argumental dicha presencia está totalmente justificada dentro de un cuento de horror sin límites como es esta "Hansel y Gretel" que al final son devorados por la bruja de turno, pero dentro de la estructura moral de la cinta, sorprenden dichos apuntes mutados en excesos que acaban por llevar al espectador a un límite al que no está dispuesto a llegar.

Nadie sabe por qué una situación semejante se pueda llegar a dar y Kore-Eda acierta al no poner rostro al mal y sí a la desgracia, por lo que Nadie sabe podría ser perfectamente una definición de diccionario de lo que es vivir. Éste no es un film hecho para remover las conciencias bienpensantes occidentales, es un retrato existencial cuyos mínimos escapismos funcionan tan liberadores como la lluvia que baña el carnaval de Shara o el columpio en que se mece el protagonista de Vivir. El "realismo trágico" que se esfuerza siempre el cine en disfrazar aparece así en su máximo esplendor —como viene siendo habitual en buena muestra de los productos que nos llegan de la cinematografía asiática—, demostrando que nadie sabe por qué existe el mal, aunque éste sea por pura transición cinética vital, simplemente uno decide olvidarse para poder seguir despertándose cada mañana, de la misma forma que uno suele olvidarse de que vive , ocultándolo tras las costumbres y deberes cotidianos que hacen de la rutina el paraíso en la tierra añorado por todos.

(1) Nota puramente enunciativa de un crítico con la mirada cansada: Desde que el 2004 fue el año del centenario de Ozu, no dejo de encontrarme en dos de cada tres críticas citas al director de Cuentos de Tokyo (Tokyo Monagatari, 1953) en cuanto aparece un plano fijo en la pantalla. Y es que en esto de la crítica mucha gente se doctora sin haber aprendido ni siquiera a leer.

(2) Uno de los máximos logros de la película es la magnífica interpretación de los jóvenes protagonistas, a poco que se piense, es algo hasta insultante. Yuya Yagira, el joven que interpreta a Akira, se llevó el Premio a la Mejor Interpretación en el Festival de Cannes 2004.

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martes, 10 de julio de 2007

Ser y tener




Publicado por José Manuel López en Tren de sombras

Diario de un maestro rural
Être et avoir (Nicolas Philibert 2002)

«E sente saudade de si ante aquêle lugar-outono...»
Fernando Pessoa
, Hora absurda
(Cancionero)

Ser y tener. Dos verbos que han sido conjugados en multitud de lenguas y han llenado innumerables cuadernos y pizarras a lo largo de los años. Dos verbos elegidos, probablemente, al azar y que en alguna ocasión habrán sido escritos en la pizarra de la escuela de clase única de St.-Etienne-sur-Osson, un pequeño pueblo de doscientos habitantes en la región de Auvergne al que un día de otoño llegaron Nicolas Philibert y su reducido equipo de rodaje. Hoy en día, todavía es posible encontrar en Francia este tipo de escuelas —que tampoco fueron extrañas hasta hace unas décadas en la España rural— en las que un único maestro se hace cargo de la educación de todos los niños del pueblo. El profesor de St. Etienne, un hombre de suave decir e infinito mirar llamado Georges Lopez —monsieur López para sus alumnos—, tiene bajo su tutela a trece niños de entre cuatro y once años separados en tres grandes mesas: les grands, les moyens y les petits.

Ser y tener comienza con un rebaño de vacas que pastan a la intemperie en medio de una confusión de nieve y viento. Un coqueto edificio de piedra es golpeado por la ventisca: es la escuela. En su interior unos inesperados habitantes, un par de tortugas, se deslizan sobre el deslustrado suelo de madera de una clase vacía y silenciosa. Pocas estancias se muestran más desorientadas y solitarias que un aula privada de su infantil rebumbio de gritos y carreras. En el exterior, una marea de ramas oscila al vaivén del viento. Estas concisas escenas de introducción cumplen la función dramática, en palabras del propio director, de situar la escuela en el mundo, en un contexto y un tiempo concreto. Con ellas, además, Philibert plantea el contraste —tema recurrente en su filmografía— entre el inhóspito mundo exterior y la protección de las comunidades en las que los hombres tendemos a agruparnos. En el cálido interior de esta pequeña clase, entre tablas de multiplicar, dictados y ejercicios varios, surgirán los pequeños dramas provocados por la convivencia cotidiana: deberes inatendidos, roces con los compañeros o con los padres, problemas de adaptación, de timidez, etc., un rico anecdotario cotidiano al que el profesor Lopez responde de manera estricta pero conmovedoramente paciente.

El efecto cámara

En Ser y tener adquiere especial relevancia el viejo debate sobre la presencia de la cámara y su decisiva influencia en las personas que a ella se enfrentan. El principal problema al que hubo de enfrentarse Philibert fue el de captar las reacciones de este reducido grupo humano en el limitado espacio del aula sin interferir en su transcurso natural. Gran parte del metraje de Ser y tener transcurre en el interior de la pequeña clase de St. Etienne —nada que ver con las amplias salas de La ciudad Louvre, los vastos jardines de la clínica de La Borde en Lo de menos o las dispares localizaciones de En el país de los sordos— lo que provocó que las cuatro personas del equipo de rodaje nunca pudieran refugiarse en una discreta distancia o en un recodo tranquilo y apartado. Philibert ha afirmado que la confianza fue determinante para filmar como si no hubiera extraños presentes: «Viendo la película, tenemos la impresión que los niños olvidan muy pronto la presencia [de la cámara]. […] Al cabo de tres dias, eramos casi parte del mobiliario. Naturalmente, desde el primer al último día, fuimos lo más discretos posible, para no frenar el desarrollo normal del grupo […]. De hecho, que un niño mirara a cámara no me molestaba. Durante todo el rodaje traté de guardar una especie de "neutralidad bonachona"»(1).

Su intención era, por tanto, tratar de recoger de manera neutral la espontaneidad de lo cotidiano evitando adulterar lo filmado. Pero ¿lo ha conseguido? Mientras veía esta película jamás dudé de la naturalidad y sinceridad de lo que ocurría en pantalla. Ahora bien, he de reconocer que me encuentro entre aquéllos que opinan, siguiendo a Bill Nichols, que no se puede amar el documental si se busca la verdad como idea platónica puesto que hoy en día no es posible percibir la realidad si no es a través de su simulacro. No pretendo volver sobre este tema ya esbozado en la introducción pues me parece evidente y universalmente aceptado que cualquier respuesta de un sujeto ante la cámara estará siempre condicionada por ésta. Por ello considero perfectamente válido el término “actuación” para denominar el comportamiento de estas personas que representan su vida cotidiana ante la cámara. Al fin y al cabo, todos nosotros actuamos constantemente en nuestra vida diaria bajo múltiples máscaras por lo que, con mayor motivo, lo haremos ante una cámara. Sólamente en soledad, alejados del “gran ojo” social, parecemos ser capaces de abstraernos del entorno y poder ser la suma de fragmentos de otros que por mera convención hemos dado en llamar “yo”.

A pesar de esta decisiva influencia de la cámara sí creo posible un variable grado de habituación, una trabajada confianza, una complicidad —términos bien conocidos por la antropología— que permitan obtener respuestas válidas y sinceras, en tanto que no fingidas; aunque siempre actuadas y diferentes a las que se obtendrían si no hubiera una cámara presente. Se podría poner el ejemplo de las cámaras ocultas pero, aún así, las respuestas ante la presencia y las preguntas del cineasta/investigador no serían del todo verdaderas pues, retomando la frase de Rouch citada en la introducción, «se distorsiona la pregunta con el sólo hecho de preguntar». Philibert acepta, por lo tanto, el “efecto cámara” para ofrecerle a los espectadores la posibilidad de realizar de manera activa lo que de Javier Maqua describe como «una operación de restado que permita abstraer del conjunto lo que queda sin modificar del sujeto filmado»(2).

Narración

Del otoño al verano, el discurrir de las estaciones durante un año escolar marcará el ritmo lento y pausado, necesario, del filme. Durante siete meses Philibert rodó más de 60 horas de metraje que quedaron condensadas en un —brillante— montaje final de 104 minutos. Al igual que en sus anteriores películas, Ser y tener mantiene el gusto de Philibert por rodar sin guión previo y se construye en base a pequeños fragmentos dramáticos que el cineasta va incorporando a la historia, pero a la vez presenta una narración más ambiciosa. Puede ser que Philibert buscara conscientemente nuevas soluciones para esta película pero también es muy posible que sea el resultado de su natural maduración como cineasta. En este sentido, Ser y tener tiene un discurso más cinematográfico que sus predecesoras y construye una historia —en el sentido más clásico del término— que discurre por unos cauces narrativos bien definidos y acotados temporal y argumentalmente por la duración del curso escolar.
Philibert ha logrado su película más compacta hasta la fecha, sin abandonar el territorio documental que ha hecho suyo pero incorporando a su discurso elementos de marcado carácter ficcional, puede que en parte obligado por su intencionada renuncia a la fórmula (típicamente documental) de la entrevista, usada intensivamente en películas anteriores. Elementos como el uso clásico de los contracampos para dotar de mayor espacialidad a las conversaciones (que en determinados momentos me hizo dudar de que se hubiera rodado con un sola cámara); o las pequeñas subtramas que contribuyen a dotar de un cierto suspense al filme, por ejemplo la expectación por las notas de los exámenes de acceso de los alumnos de último año o la momentánea desaparición de una alumna durante una excursión por el campo. Esta acumulación de recursos recuerda a otros acercamientos documentales promiscuamente ficcionales como En construcción (José Luis Guerín, 2001) o Nanook el esquimal (Nanook of the North. 1922) a la que su director, Robert J. Flaherty, definió como «una combinación de cine dramático, educativo y de inspiración»(3), una frase a la que Ser y tener podría amoldarse sin dificultad.
Pero el elemento que mejor define este nuevo carácter es el uso de escenas de transición en las que los alumnos se dirigen de la escuela a casa y viceversa a través de la potente y cambiante naturaleza de St. Etienne. Estos interludios actúan de engarce entre los dos ámbitos fundamentales en la vida infantil, el escolar y el doméstico, y le sirven a Philibert, además, para dejar bellamente reflejado el tránsito estacional como reflejo del paso del tiempo y de la propia evolución, más íntima y modesta, que viven los niños. Philibert matiza estas escenas con una hermosa música (las Canciones de los niños muertos [Kindertotenlieder, 1902] de Mahler, principalmente), un acompañamiento que redunda en su orientación ficcional. En otra de esas típicas (y arriesgadas) analogías en las que el observador de cine suele embarcarse, este uso de la música y de personas que caminan me recordó a una de las marcas de estilo más reconocibles de Kitano Takeshi. En el cine del japonés, estos desplazamientos no se limitan al plano físico del movimiento sino que sugieren el tránsito vital de los personajes, una sensación de pausadas reflexión y expectación, un mayor interés por el viaje en sí que por la llegada. Son, por lo tanto y aunque no lo parezcan, plenamente narrativos. Los engarces kitanianos también suelen ser acompañados por música, normalmente compuesta por el gran Joe Hisaishi, excepto Zatoichi (Zatôichi, 2003), primera colaboración de Kitano con el compositor Keiichi Suzuki tras muchos años de inolvidable unión creativa con Hisaishi.

Un tiempo en fuga

En algunas ocasiones, y sin previo aviso, sentimos una extraña lejanía del tiempo presente, como proyectados en un tiempo blando donde sólo somos el antes de un después que no es sino ahora distante. El aparato cinematográfico es, en cierto modo, un dispositivo sin presente marcado por la fugacidad de sus fotogramas en tránsito, que nos obligan a sentir en pasado presos en un flujo continuo de fugas. Ser y tener maneja en sus 104 minutos toda la gama cromática de los ocres: el discurrir del tiempo, el desasosiego, un ambiente de pasado constante..., unos colores que parecen aflorar en los ojos del profesor Lopez ante el profundo cambio que está a punto de producirse en su vida.

En sus dos películas anteriores centradas en comunidades —Lo de menos y En el país de los sordos—, Philibert hacía un uso intensivo de la entrevista pero en Ser y tener sólo la utiliza en una ocasión, lo cual le otorga relevancia a su elección. El cineasta entrevista a Lopez, pero no lo hace en la escuela sino en el jardín de su casa donde, por primera vez, le vemos fuera del espacio comunitario donde realiza su trabajo. Y es este ambiente íntimo y recogido donde el maduro profesor enfrenta por primera vez con su mirada la cámara de Philibert y relata como la influencia de su padre agricultor, un emigrante español que no desea el mismo destino para su hijo, fue la que le llevó a hacerse maestro y como ahora —tras treinta y cinco años de profesión, veinte de ellos en esta misma escuela en Auvergne— ha de afrontar la inminencia de su jubilación. Puede que este sea el primer punto que nos ayude a entender esa capa de melancolía que recubre el filme de Philibert, pero no es el único. Algunos de los conflictos con los que ha de lidiar Lopez nacen del miedo de los niños de último año ante su paso a secundaria. Al igual que su profesor, están a punto de afrontar un cambio capaz de trastocar su pequeño mundo: una nueva escuela, nuevos compañeros, nuevos maestros… Aunque no es posible evitar la sensación de que, terminen o no su escolarización, nada cambiará en el futuro de muchos de estos niños. Una certeza que hace aún más admirable la dedicación del maestro.
En la última escena del filme, llegado el final del curso, Lopez se despide uno a uno de sus alumnos en la puerta del aula mientras la cámara observa respetuosamente desde el exterior. El cariño que le demuestran muchos de los niños y la lucha del profesor por contener las lágrimas convierten en certeza lo que ya se había sugerido durante toda la película: Ser y tener no trata sobre la educación, ni siquiera sobre el mundo escolar; es, más bien, una película sobre el aprendizaje como proceso vital de descubrimiento y la enseñanza como acto de amor; una película que acaba convirtiéndose en una rendida oda al profesor Lopez, un héroe cotidiano armado con un lápiz, una mirada tranquila y una paciencia infinita. Si en Los 400 golpes (Les quatre cents coups. 1959) Truffaut se servía del despótico y amargado maestro de Antoine para darnos una visión devastada (aunque optimista, baste recordar ese congelado y libre plano final a pie de playa) de un país sin referentes en parte debido a un sistema educativo corrupto, Philibert le otorga a Lopez —maestro vocacional y entregado— parte del poder necesario si no para mejorar el mundo sí, al menos, para mantenerlo en marcha.

Porque Ser y tener no es en una película triste —¿quién ha dicho que la melancolía deba ser lo contrario de la alegría?— sino que se ofrece luminosa y sincera al público al tiempo que reflota el asombro que dejó en nosotros En el país de los sordos. Un asombro, ciertamente, infantil que bien puede surgir de los ojos traviesos y curiosos de Jojo —el niño que en seguida se convierte en el favorito de Philibert por su desparpajo y naturalidad— o en los limpios y redondos de Ahmed, el niño iraní de ¿Dónde está la casa de mi amigo? (Khane-ye doust kodjast?, Abbas Kiarostami. 1987), con la que Ser y tener establece fuertes lazos. El primero y quizá más importante en este punto, es que tanto Philibert como Kiarostami —otro cineasta apegado al mundo de la escuela y los niños(4)— han sabido reconocer en ambos filmes la pureza documental de la infancia y su mirada limpia de ciertas ficciones que el tiempo trae siempre consigo.

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lunes, 9 de julio de 2007

Tres clásicos de Jacques Tourneur: III) Retorno al pasado






Out of the Past, 1947. Jacques Tourneur
Publicado por Alejandro Díaz en Miradas de Cine

Ilusiones negras

De una perfección asombrosa, Retorno al pasado no es sólo una de las mejores muestras del cine negro americano, sino también una de las películas más fascinantes de la historia del cine. Un nuevo visionado de este filme antes de escribir lo que están ustedes leyendo me ha confirmado su enorme complejidad, ya que cada una de las veces que la he visto la he percibido de manera distinta en alguno de sus tramos (por ejemplo, el que se desarrolla entre dos edificios en San Francisco, y en el que podemos ver al estupendo personaje de Meta Carson -Rhonda Fleming-, puede confundir al principio, mas va aclarándose tras las pertinentes revisiones), si bien todos se presentan siempre igual de atractivos (muy atractivos).

Se trata de una producción RKO de 1947, que adapta una novela del periodista y escritor Daniel Mainwaring (alias Geoffrey Homes), con la colaboración en el guión, sin acreditar, de Frank Fenton, quien introdujo variaciones con respecto a la novela, y de James M. Cain, cuya aportación al libreto final fue, según parece, prácticamente nula. La descollante fotografía en blanco y negro, con ambientes brumosos, noches mágicas, y deslumbrantes exteriores diurnos, es de Nicholas Musuraca, uno de esos modestos pero geniales operadores con los que contaba la RKO en aquella década, como puede ser J. Roy Hunt, otro creador de antológicos juegos de luces y sombras. Dirige el gran Jacques Tourneur, cineasta de probado talento (aunque un tanto olvidado, por desgracia) capaz de dejar su impronta personal dentro de los géneros clásicos en multitud de joyas inolvidables como La mujer pantera (1942) y Yo anduve con un zombie (1943).

Sería harto complicado tratar de condensar el (intrincado, pero no confuso) argumento de Retorno al pasado en unas pocas (o en muchas) palabras, pues se trata de una historia de mentiras entrecruzadas, engaños, jugarretas, que forman una red difícil de desenmarañar, aunque no imposible. No tiene nada que ver, por supuesto, con un whodunit (películas en las que hay que encontrar al culpable de un crimen; al mayordomo, vaya), pero tampoco se reduce a una simple investigación, por lo que su estructura (creada con verdadero mimo) cobra renovada vigencia cada vez que la película es proyectada. Esta originalidad argumental aporta también frescura a la película, si bien su parte más canónica (considerando los elementos propios del noir), que no es otra que el flashback con voz en off (aunque más bien sería la superposición de lo que le relata el protagonista a su novia), pasa por ser el pasaje más ensoñador, arrebatador, de todos.

El fragmento de recuerdos del protagonista tiene lugar en Acapulco (se trata de un film con muchos desplazamientos geográficos). Allí llega Jeff Bailey (Robert Mitchum, con esa especie de neutralidad que le va tan bien a este personaje, y de la que Otto Preminger supo sacar asimismo partido), quien, por orden de Fred Sterling (Kirk Douglas, en uno de sus papeles iniciales como villano), sigue los pasos de Kathie Moffett (la brunette Jane Greer, actriz fallecida en 2001), una mujer que, según parece, le ha robado y ha intentado matarle. La encuentra finalmente en un bar, y no podrá evitar ceder al deseo que ella le despierta, y que se traduce en unas preciosas imágenes en las que se entremezcla de modo admirable la ilusión de dicho encuentro, con los diálogos (toneladas de réplicas insuperables), estableciéndose un equilibrio entre fantasía y sensualidad francamente memorable, que aporta una carga de tragedia a toda la segunda parte del filme, mucho más oscura.



El poder de la sugerencia

La realización no puede ser más inteligente, y siembra el caudal de la narración de detalles con los que, lejos de aplanar su sinuosidad, le otorga aún mayor profundidad, aumentando sus connotaciones misteriosas, en ocasiones rayando con el onirismo. Ya la primera secuencia que comparte Jeff Bailey con su novia Ann (Virginia Huston) tiene una delicadeza única, y el momento, visualmente enjundioso, en el que Mitchum pasa a recogerla en coche para ir al lago Tahoe, le sirve a Tourneur para presentar, mediante sus voces, a los padres de la chica, personajes que aparecerán de nuevo más adelante. Por otro lado está la secuencia en la que Jeff visita un club de jazz de Nueva York para buscar información sobre la misteriosa Kathie, quien había trabajado allí -lo cual no deja de ser sorprendente-, y es informado de que ella se ha ido a un lugar cálido. Tras esto, Jeff no olvida invitar a sus confidentes a una copa, depositando un billete sobre la bandeja del camarero. Otro detalle: Cuando Jeff conoce a Kathie, decide regalarle unos pendientes que le compra a un mercader ambulante, y ella le dice que no los usa ("Yo tampoco", responde Jeff), pero en la primera ocasión en la que Kathie invita a Jeff a su casa (un instante esplendoroso de Greer, con el cabello mojado, secándoselo a Mitchum, y viceversa), podemos ver cómo ella lleva en sus orejas los colgantes, y Tourneur no inserta ningún primer plano de la actriz (ni tampoco, desde luego, de una de sus orejas).

El hijo de Maurice Tourneur es un artista fascinado por lo oculto, lo que escapa a nuestro entendimiento, por los fantasmas, que establece (no sólo en esta película: véanse sus colaboraciones con Val Lewton, o posteriores aportaciones al fantastique como la turbadora La noche del demonio / Curse of the Demon, 1958) un proceso de elección entre aquello que desea que veamos y todo lo que quiere que permanezca invisible, aumentando la ambigüedad de la historia. Sin ir más lejos, las acciones criminales se nos suelen mostrar a través de sus consecuencias, pero ocurren fuera del encuadre. Pero donde de verdad se demuestra esto es en el modo de manejar al personaje de Kathie, sin duda, uno de los más maquiavélicos y perversos que se hayan visto nunca.

El director nunca nos muestra el verdadero rostro de la chica hasta que Jeff empieza a desconfiar de ella... incluso en el asesinato de Jack Fisher (Steve Brodie) no vemos su pistola hasta después de haberla disparado. Posteriormente sí veremos, aunque por poco tiempo, la otra cara de Kathie, sobre todo en su modo de tratar al secuaz de Fred que la acompaña (menudo lío argumental, ¿eh?). Ahí podemos ver, fugazmente, su personalidad despiadada, que contrasta
con esa apariencia de chica buena, silenciosa, que adopta para conseguir lo que quiere (y a quien quiera).

Y el momento culminante dentro de este proceso de selección entre lo que debe ser visto y lo que no, está en la secuencia, incrustada dentro del famoso flashback, en la que Kathie invita a Jeff a ir a su casa. La lámpara se cae, el viento abre la puerta de la vivienda, y la cámara de Tourneur sale al exterior, en unos instantes de alto voltaje emocional. Además de los simbolismos (que no diré yo que no los haya), es una demostración de elegancia y, por supuesto, también de preocupación y respeto por la importancia de la imagen en el seno de la narración.



Hombre atrapado

Jeff Bailey es un personaje pasivo, un observador de los demás, e incluso de sí mismo, que raramente es el motor de las acciones que van teniendo lugar. Después de haber dejado atrás muchas cosas, el pasado volverá a interferir en su vida, atrapándole de nuevo. Pero, además, ese retorno al pasado le atrapa, a su vez, entre dos mujeres (una dualidad que recuerda a la posterior de Terciopelo azul / Blue Velvet, 1986. David Lynch, del mismo modo que la secuencia de exteriores en las calles empinadas de San Francisco hace pensar en De entre los muertos / Vertigo, 1958. Alfred Hitchcock). Una de ellas es Ann, una chica rubia, comprensiva, que ostenta una inusitada fidelidad hacia Jeff, y parece en todo momento consciente de que él tendrá que lidiar con asuntos misteriosos. Para ella, él es (como le confiesa al principio), una puerta a un mundo oscuro que la intriga, y del cual le gusta ser una observadora. Jeff la quiere, pero esto parece más consecuencia de su lealtad, que la lleva a arriesgar su reputación en el pueblo y ante sus padres, y bondad, que de una fuerte atracción física, que sí se manifiesta cuando está con Kathie, la otra mujer. Kathie le atrae, no cabe duda, y ella lo sabe desde el primer instante, y continuamente le pregunta "¿Me quieres?", o "¿Has pensado en mí?". Incluso cuando descubre su falsedad, Jeff no termina de desembarazarse de ella.

Ambos personajes, Ann y Kathie, vienen a simbolizar esa clásica lucha entre opuestos, entre luces y sombras, entre el bien y el mal (que también se rastrea en otras obras de Tourneur). Sin embargo nada es tan sencillo, y la dualidad se desgaja hasta romperse en el tramo final, cuando ambos mundos colisionan y se contaminan el uno al otro, en la vida de Jeff. Así, en los últimos instantes, Kathie se le presenta a Jeff vestida como una especie de monja, una monja negra, tan negra por fuera como por dentro. Este aspecto choca con su inicial aparición (no por ilusoria menos irresistible), de blanco, bañada por el sol, en el bar mejicano donde la esperaba Jeff.

Además, en los planos postreros, Ann le pregunta a un chico sordomudo que era amigo de Jeff (interpretado por Dickie Moore), si era o no era cierto que éste se fugaba con Kathie en el momento en el que la pareja fue interceptada por las autoridades. El chico sordomudo le dice que sí, cuando resulta que fue el propio Jeff el que avisó a la policía para dejarse coger. Al oír eso, Ann se marcha con su soso pretendiente, en lo que se ha tomado siempre como una mentira piadosa por parte del chico para liberarla de su amor por Jeff. Pero esto, creo, es discutible. En la última escena entre Jeff y Kathie antes de coger el coche, ella le propone una fuga inverosímil, y pretende convencerle de que ambos están hechos el uno para el otro. Jeff le sigue la corriente... pero después, mientras arroja un vaso con violencia, parece creerse lo dicho por Kathie, y, aunque la entrega a ella (y a sí mismo), también la acompaña en una huida suicida. Por tanto, podría decirse que no quería fugarse con ella, pero, de algún modo, tampoco consigue escapar de ella, y juntos emprenden un camino decisivo, y aceptan su fatal destino. Teniendo en cuenta esto, la mentira del chico sería, pues, relativa, estaría sometida a la ambigüedad general del relato. Empero, y en todo caso, se supone que nadie puede llegar a saberlo, pues el misterio quedará enterrado para siempre y, como Tourneur siempre parecía poner de manifiesto, así es como debe ser.

NOTA: Existe un remake, que desconozco (y del que no tengo muy buenas referencias), del año 1984, en color, obviamente, dirigido por Taylor Hackford (realizador de quien no tengo muy buenas impresiones), con Jeff Bridges, Rachel Ward y James Woods en los papeles principales, más la presencia, como madre de la protagonista, de Jane Greer.

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domingo, 8 de julio de 2007

Tres clásicos de Jacques Tourneur: II) Yo anduve con un zombie




Jacques Tourneur 1943: I walked with a zombie
Publicado por Natalia Vías en Miradas de Cine

La isla donde mueren las estrellas:

«Parece extraño... hace un año creo que no sabía ni qué eran los zombies. Pensaría que eran extraños, aterradores…y algo divertidos».

Con estas palabras de la enfermera Betsy comienza Yo anduve con un zombie, la película más bella y lírica de la serie producida durante los años cuarenta por el excepcional Val Lewton (1). Una ensoñación maligna y sobrenatural situada en Las Antillas. Un poema sobre la vida y la muerte que transcurre en un mundo en descomposición en el que los nativos lamentan los nacimientos y celebran los entierros, un lugar en el que los peces saltan de terror a la superficie putrefacta del mar y en donde mueren las estrellas. En Yo anduve con un zombie, al igual que en las demás películas de Lewton, la oscuridad se convierte en el principal recurso narrativo y estético. La oscuridad es profunda, insondable. Los sonidos, los olores y hasta el miedo recorren la oscuridad como un escalofrío hasta llegar a hacerse casi táctiles. El mar y el viento crean límites geográficos y espirituales, se convierten en vías espectrales por donde transitan las voces, los pensamientos y las almas. Lo etéreo y lo terrenal, lo aparente y lo oculto, la vida y la muerte se funden de forma apaciguada, al compás del suave ritmo del Calypso y del sonido de los cañaverales cuando los acaricia la brisa preñada de yodo y de malos presagios.
La producción de Yo anduve con un zombie vuelve a reunir por segunda vez a Val Lewton con el director Jacques Tourneur (1904-1977), con el que rodará algunas de las mejores películas de la serie (2). Su producción dio comienzo tan sólo dos meses después de terminada la primera película de su colaboración conjunta; La mujer pantera (Cat People, 1944). Es con Tourneur con quien Lewton determinará desde esta primera, las características formales y estéticas de todas las películas de género fantástico que produce durante los años cuarenta para la RKO. Lewton y Tourneur compartían gustos y aficiones y una forma muy concreta de entender el género; para ambos lo importante era sugerir, nunca mostrar. Según comenta Joel E. Siegel en su libro Val Lewton: The reality of terror, Lewton presentía que la ausencia de una amenaza específica permitía que cada espectador proyectara sus miedos más íntimos. Sin embargo, Lewton sí nos da pistas a través del sonido de la naturaleza de esa amenaza, el plano queda fijo pero el sonido es el que nos sugiere qué tipo de peligro acecha a los protagonistas de sus películas; y es el sonido, e incluso la ausencia de éste, utilizados ambos, sonido y silencio, de manera magistral, del que se vale para mantener un tenso suspense que explota de manera brusca e inesperada para el espectador (3). La utilización del terror sugerido se convertirá en el recurso de éxito y en la seña de identidad de las producciones Lewton y también en una característica de todo el cine de Tourneur. Al respecto, Tourneur señalaba: «(...) de cualquier modo, la utilización del estilo elíptico, la manera de sugerir el horror, es una aportación personal y continúo estando convencido de que es la única forma válida de hacerlo». (4)

El clímax de este "suspense de lo sobrenatural" ocurría en off, la fuente del peligro es invisible para el espectador y la oscuridad se convierte en la envoltura siniestra y amenazante en la que cualquier cosa agazapada en las sombras puede acecharnos, agredirnos o enloquecernos. En las películas producidas por Lewton, la oscuridad se convertirá en un potente elemento narrativo gracias a un elaborado trabajo de fotografía y de dirección artística.

La película está basada en un artículo científico de Inez Wallace sobre el vudú en Haití (5) y su estructura y personajes fueron tomados del clásico de la literatura Jane Eyre, de Charlotte Brontë. Esta especial revisión del clásico adaptado al género fantástico era muy del gusto de Lewton, quien adaptó en otras ocasiones relatos de Cornell Woolrich o Robert Louis Stevenson. Productor culto y sensible, Lewton supervisaba cada guión con su equipo (firmó alguno de ellos con el seudónimo Carlos Keith) (6), y siempre reescribía él mismo una última versión antes de rodar. Para Yo anduve con un zombie encargó la escritura del guión a Curt Siodmak, hermano del director Robert Siodmak, y a Ardel Wray, que realizaron un magnífico trabajo.
Pero Lewton no sólo era metódico en la escritura de los guiones, sino que supervisaba todas las facetas de producción, desde el vestuario hasta la luz. Mantenía a cada uno de los integrantes de su "pequeña unidad" al tanto del trabajo del resto de departamentos. Lewton era un hombre excepcional, generoso e inteligente, escuchaba propuestas y aglutinaba siempre con respeto y amabilidad al equipo en torno suyo. Este fue quizás el secreto para conseguir la excepcional calidad que tienen sus películas. Contaba a priori con importantes restricciones de presupuesto y tiempo. Las películas no debían de durar más de 78 o 79 minutos, los decorados y el vestuario se reutilizaban de anteriores películas de gran presupuesto, los actores eran casi desconocidos para el gran público y los rodajes no podían durar más de dos o tres semanas, por lo que las películas se rodaban a gran velocidad. Todo ello lo suplió Lewton a base de un gran entusiasmo, un trabajo riguroso y un enorme talento. La idea inicial de RKO era producir películas de bajo presupuesto para completar los programas dobles en pequeños locales de exhibición. Sin embargo, gracias a la gran calidad del resultado de éstas, Lewton se ganó el entusiasmo del público y de la crítica de inmediato. «Nuestra fórmula es simple: —declaraba el productor— Una historia de amor, tres escenas de terror sugerido y una de violencia real. Todo está terminado en menos de setenta minutos» (7). Y basándose en esta sencilla estructura, Lewton fue capaz de que sus películas no sólo se desmarcaran de otras producciones del mismo género sino que tuviesen una singular belleza gracias a la mezcla de algunos elementos: enfrenta al ser humano cara a cara con sus miedos, ansiedades y deseos, le encara con la muerte, siempre presente, que le acompaña como un fiel compañero de juegos, consiguió como nadie que nos acercáramos de puntillas y en susurros al terror más irracional, ese que dormita en lo profundo del ser humano, y lo envuelve todo en una atmósfera sutil y apaciguada de leyendas antiguas y canciones de otro tiempo.

Yo anduve con un zombie está rodada con gran inspiración, la cámara se mueve con gran delicadeza, se limita a acompañar a la enfermera Betsy (Frances Dee) en su siniestro viaje. La película respira una sutil tensión, un cálido y amenazador aliento oculto entre las sombras. Las sombras nos invitan a atravesar un mundo intangible, mágico y espectral. Tourneur, realizador de gran sensibilidad, en esta película consigue una extraña e inquietante atmósfera con ayuda del magnífico equipo que acompañará a Lewton en todas sus producciones y al que bautizaría como La pequeña unidad del terror (8). El director de fotografía J. Roy Hunt, que gozaba ya en los años cuarenta de una enorme experiencia, crea prolongaciones y sombras que se proyectan en los decorados y sobre los personajes a los que sume en una gran soledad y potencia la difusa amenaza que los acecha constantemente (9). La vegetación, la presencia furtiva de los zombies, los juegos del viento en el mar y en las ramas de los árboles del jardín de Fort Holland, la hacienda, ayudan a aumentar en el público la ilusión de que la acción transcurre en una plantación de caña de azúcar de las Indias Occidentales, cuando realmente la película fue rodada en los estudios RKO en Hollywood. El paseo al borde del mar de la enfermera Betsy y Carrefour el zombie (Darby Jones) que abre la película es de una gran belleza, como también lo son todas las demás escenas junto al mar, bajo un inmenso cielo estrellado. Pocas veces en el cine la noche ha sido tan mágica, tan amenazadora y eterna.

El paseo final entre los cañaverales de Betsy y Jessica (Christine Gordon) paraliza el aliento. Con el único sonido del viento que hace entrechocar las cañas y la figura de ambas mujeres semejantes a espectros y el sonido de los tambores del vudú, Tourneur logra crear uno de los momentos más líricos, fascinantes y sugerentes de la historia del cine. Un paseo nocturno suspendido en el tiempo, entre la vida y la muerte, en el que hilos invisibles mueven a Jessica hacia la ceremonia del vudú. Quizás esta secuencia sea la que mejor explica la esencia de todo el cine de Lewton. El silencio también era imprescindible para Lewton, el tenso, ahogado silencio de sus películas. Y en la oscuridad se prolongan, como ecos del más allá, los sonidos de la naturaleza y los que vienen arrastrados por el viento: las canciones, los susurros, el sonido de los pasos en los callejones vacíos, el rugido lejano de un felino o el tam tam de los tambores.

¿Te has fijado —escribía Jack London— en cómo la tierra y el mar respiran por turno?

Y el mar. El mar está presente durante toda la película y era tema recurrente en el cine del productor. Recordemos que el personaje de Oliver Reed en La mujer pantera (Cat People, 1942) diseñaba barcos, en el decorado de La séptima víctima (The Seventh Victim, 1943) encontramos la maqueta de un velero, El barco fantasma (The Ghost Ship, 1943) trascurre en un barco en alta mar, los personajes de La isla de los muertos (Isle of the Dead, 1945) se encuentran atrapados en una pequeña isla, son algunos ejemplos de cómo el mar está siempre presente en las películas de Lewton. Y no es de extrañar, ya que Lewton y Tourneur compartían su amor por el mar y salían con frecuencia a navegar juntos. El mar es un protagonista más en Yo anduve con un zombie, en el mascarón de proa, un doliente San Sebastián que da la bienvenida a la hacienda Fort Holland, el paseo nocturno de Betsy y Carrefour rozando la orilla de la playa en calma que inicia la película, el mar putrefacto por el que navega el barco que lleva a Betsy a la isla y en donde Paul Holland (Tom Conway) le explica, casi como una premonición; Aquí, todo lo bueno muere, incluso las estrellas. Y finalmente el mar bravo, violento en el que Jessica muere, flotando como Ofelia, y del que los pescadores nocturnos la sacan junto a Wesley (James Ellison) mientras las antorchas iluminan la superficie del agua. El mar acompaña, cobija y da muerte.
Yo anduve con un zombie es una película rodada con todos los sentidos. Es maligna y romántica, bella y terrible. En ella la naturaleza susurra a los hombres la inminencia del peligro y en el silencio se escucha el sonido de las moribundas estrellas. El viaje en barco de la enfermera Betsy hasta San Sebastián se asemeja al que en el año 1933 un grupo de hombres y una mujer emprende en el S. S. Venture hacia la isla de la calavera para encontrarse con King Kong (King Kong, 1933. Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack), película ya mítica de la RKO. Y no sería de extrañar que ambas películas compartiesen alguna semejanza, no olvidemos que Lewton trabajaba ya a principios de los treinta con David O'Selznick, productor ejecutivo de King Kong. En los años cincuenta, incluso, RKO prepara nueva publicidad de King Kong y es exhibida en sesiones dobles junto a dos de las películas de Lewton; El hombre leopardo y Yo anduve con un zombie.

El ambiente enrarecido de la hacienda Fort Holland y la amenaza oculta en el exterior hará recordar al espectador al de la película rodada una década después, Cuando ruge la marabunta (The Naked Jungle, 1954, Byron Haskin). Lewton no sólo influyó de forma decisiva en la carrera posterior de sus directores, Jacques Tourneur, Robert Wise y Mark Robson, sino que podemos encontrar de forma tácita o explícita homenajes, influencias o guiños hacia Lewton y su cine, en multitud de cineastas desde Alfred Hitchcock a Vincente Minnelli, desde Paul Schrader a Roman Polanski. En su libro sobre Jacques Tourneur, Chris Fujiwara, explicaría en relación a Yo anduve con un zombie: «La película también expresa mejor que ninguna otra película de Tourneur lo esencial de su visión de la vida; rechazo a la condenación, respeto por las diferencias culturales y la conciencia de un permanente desconocimiento que hay detrás de las vidas y las motivaciones humanas, sus relaciones con los demás y su lugar en el cosmos» (10).

Yo anduve con un zombie será la película que siempre prefirió Tourneur de entre todas las de su filmografía, sobre todo por su poesía. Fue también la preferida de Ruth Lewton, esposa del productor y la que más le gustaba al director Mark Robson de entre todas las películas que Lewton produjo. Probablemente sea la que mejor encuentra el equilibrio entre lo terrenal y lo sobrenatural, lo humano y eterno, entre el hombre y la naturaleza. Todo está en perfecta simbiosis, como un eterno susurro dulce y fantasmagórico.

«No quería asustarla, por eso la he tocado lo más lejos posible del corazón» (Alma a Betsy). El miedo, el amor, el alma, la vida y la muerte, el pasado y el presente, lo sobrenatural, lo eterno, la sensualidad, los instintos primarios, lo aparente y lo oculto, los mundos corruptos o en descomposición, trazan una línea ficticia entre lo real y lo imaginario y que Lewton, "maestro del escalofrío", nos enseña que casi siempre son una misma cosa.

(1) Val Lewton (1904, Yalta-Rusia / 1951, Hollywood, California-EEUU). Excepcional productor. Carismático, culto, de gran sensibilidad y exquisito gusto artístico. Fue sobrino de la gran actriz Alla Nazimova (1879-1945). Emigra a EEUU en 1909, entra en Metro-Goldwyn-Mayer, más tarde colabora con el productor David O'Selznick en los años treinta y en 1942 se hace cargo de la "horror unit" de la RKO. Con ellos produce nueve títulos. Al final de su carrera produce películas para la Paramount, de nuevo para la Metro y para Universal.

(2) Lewton y Tourneur realizaron tres de las nueve películas que conforman el ciclo de género fantástico producidas por Lewton para la RKO en los años cuarenta; Cat people (La mujer pantera, 1942), I Walked with a Zombie (1943) y The Leopard Man (El hombre leopardo, 1943).

(3) Siegel, Joel E. Val Lewton: The reality of terror. Secker and Warburg and Bristish Film Institute. London, 1972, pág. 31.

(4) Revista Midi-Minuit Fantastique, nº 12. cit. en Latorre, José Mª. El cine fantástico. Colección Dirigido por. Barcelona, 1990, págs. 147 y 148.

(5) El guión está basado en el artículo de carácter científico I met a zombie de Inez Wallace, publicado en «American Weekly Magazine» y en el que trata el tema del vudú en Haití donde, según sus propias palabras: «los ritos del vudú encadenan al hombre con lo sobrenatural, más allá de lo que es comprensible».

(6) Val Lewton firma con el seudónimo Carlos Keith los guiones de las dos últimas películas de la serie; El ladrón de cadáveres (The Body Snatcher. Robert Wise, 1945) y Bedlam (Mark Robson, 1946).

(7) Entrevista concedida por Val Lewton a «Los Angeles Times» y recogida por Joel E. Siegel en su libro Val Lewton; the reality of terror, pág. 31.

(8) The little horror unit. En 1942 Lewton deja la compañía Selznick y marcha a RKO, un estudio pequeño, para comenzar su andadura como productor. Charles Koerner, jefe de producción del estudio desde ese mismo año, pone sus esfuerzos en producir películas de serie B. Lewton forma su equipo de trabajo, su "pequeña unidad" con la que trabaja en todos los títulos de la serie. La formaban: el guionista De Witt Bodeen, el director Jacques Tourneur, el futuro director y por entonces montador Mark Robson, el director de fotografía Nicholas Musuraca, los músicos Roy Webb y C. Bakaleinikoff, entre otros profesionales, muchos de los cuales fueron uniéndose con el paso del tiempo.

(9) J. Roy Hunt, comienza su larga carrera en los años diez y se prolonga hasta los años cincuenta del pasado siglo. Colaboró con los directores John Cromwell, Charles Vidor o Edward Dmytryk entre otros. Con Lewton sólo colabora en una ocasión, en la magnífica Yo anduve con un zombie, realizando una de las más bellas y sugerentes fotografías que se han hecho para el cine.

(10) Fujiwara, Chris. The cinema of nightfall. Jacques Tourneur. The Johns Hopkins University Press. EEUU, 2000. pág. 97.

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viernes, 6 de julio de 2007

Tres clásicos de Jacques Tourneur: I) La mujer pantera






Cat People, 1942. Jacques Tourneur
Por Natalia Vias, publicado en Miradas de Cine
«Sea lo que sea lo que hay en mí es inofensivo cuando soy feliz»

A principios de los años cuarenta la RKO decide emprender la producción de una serie de películas de terror para aprovechar el tirón que había conseguido con ellas la Universal la década anterior. El encargado de llevar a buen término estas producciones será Val Lewton, productor sensible y culto que imprimirá nuevos e interesantes aires al género.

Lewton forma un pequeño equipo de producción para abordar la producción de La mujer pantera. Para este primer proyecto contará con Jacques Tourneur en la dirección, Mark Robson en el montaje, a Nicholas Musuraca le encargará la dirección de fotografía, a Roy Webb la música y a D´Agnostino la dirección artística.

Tourneur, director muy personal, coincidía con Lewton en su concepción de cómo abordar el género. Gustaba de trabajar con gran sencillez, sin grandes complicaciones en la planificación de la fotografía o el trabajo de la cámara. Compartía con Lewton la fórmula básica de cómo crear atmósferas; Permanecer muy cerca de los actores, no utilizar nunca trucos y sin embargo crear una atmósfera extraña, es mucho más difícil. Tanto en esta primera película como en las dos siguientes que rodaría con Lewton; Yo anduve con un zombie (I walked with a zombie, 1943) y El hombre leopardo (The leopard man, 1943) demostró su elegancia y talento detrás de la cámara y su sensibilidad al lograr que sus películas destilaran lirismo y magia.
La mujer pantera forma parte de esas escogidas películas que gracias a su cuidada producción, su profundidad y extraña belleza han sabido hacerse con un lugar muy especial dentro de la historia del cine. El público por primera vez en mucho tiempo pudo disfrutar en la pantalla con un terror más cercano, en el que los personajes sujetos y objetos del mismo eran personas de carne y hueso. Lewton y Tourneur habían dejado de lado a vampiros, momias y hombres lobo para adentrarnos en un mundo de atmósferas, de extraños momentos en donde predominaba lo sobrenatural y en donde el terror lo dirigirá y lo sufrirá el ser humano. El terror para ser sensible, ha de ser familiar-diría Tourneur.

El argumento es muy sencillo incluso pueril, podría ser un cuento escrito para niños. Irena Dubrovna, diseñadora de origen servio vive sola en Nueva York. Conoce a un diseñador naval, Oliver Reed quien se da cuenta de que Irena vive obsesionada por una antigua leyenda servia sobre mujeres que se convierten en pantera. Ambos se casan y Oliver intenta que Irena supere su obsesión y el bloqueo emocional que le produce consultando a un psiquiatra. Irena empeora y Oliver se consuela confesándole sus miedos a Alice, su compañera de trabajo. Oliver, sin encontrar remedio, pide el divorcio a Irena quien celosa ataca convertida en pantera a Alice, de quien sospecha enamorada de su marido. El psiquiatra, que se siente atraído por Irena, intenta seducirla. Irena se revuelve y convertida una vez más en pantera le ataca. Es herida de muerte por el médico y, atravesada por un estoque, cae muerta delante de la jaula de la pantera negra en el zoo. La pantera se escapa y es atropellada.

No sólo lo sobrenatural se da la mano con lo cotidiano sino que las emociones más primarias como los celos o el bloqueo emocional que siente la protagonista Irena se ven envueltos en antiguas leyendas sobre seres diabólicos o remotas supersticiones. Lo más salvaje de la naturaleza, como las múltiples referencias a la ferocidad de la pantera negra, se mezcla con las debilidades del ser humano, el amor, los celos y la violencia que desembocará en la muerte. Una muerte que la protagonista presiente desde el principio, en la primera escena Irena ante la jaula de la pantera la dibuja atravesada con una espada. Su muerte es muy similar, atravesada con un estoque cae herida de muerte ante la jaula.

Irena, dulce, casi infantil, con voz ronroneante y ojos de gato, se ve arrastrada poco a poco por una superstición que la atrae y acaba trasfigurando en pantera. Su ingenuidad y sensualidad contenida se convierten en ferocidad y en la fuerza del felino. Sus celos hacen de detonante para su transfiguración. Sea lo que sea lo que hay en mí, es inofensivo cuando soy feliz. Para Román Gubern, Irena sería una variante del mito del hombre-lobo o del Dr. Jeckyll y Mr Hyde. Es al mismo tiempo la bella y la bestia, mujer-gata y mujer-pantera. "Algunas noches se oye otro sonido, el de la pantera. Grita como una mujer. No me gusta" dirá Irena.

La película está cargada de una pesada y extraña atmósfera. Está sutil y elegantemente trabajada, desde los primeros extraños detalles de la acción como la magnífica secuencia en la pajarería cuando los animales se alteran en cuanto Irena entra en ella o la muerte del pájaro al meter Irena la mano para sacarlo de la jaula. La inquietud que nos produce la acción está potenciada por el trabajo cuidadoso y efectivo de las sombras. Su verticalidad gracias a todos los elementos del decorado, la barandilla de la gran casa, las rejas de las jaulas... crean la sensación de que los personajes se encuentran enjaulados, encerrados entre los márgenes que las sombras proyectan.

Y en la oscuridad se esconde lo que inquieta y aterroriza. Lewton y Tourneur trabajaron todas las escenas importantes con esmero situando el objeto del terror en off, fuera de plano. La persecución de Alice en la noche, la secuencia de la piscina o la muerte de Irena están sugeridas porque lo que no se puede percibir provoca en el espectador más inquietud y desasosiego.

Los espacios donde se sitúa la acción, a los que Tourneur daba gran importancia, añaden tensión a lo que la historia cuenta. Sacaban partido del espacio con la fotografía y el uso sonido; la pajarería, la casa de Irena, el zoológico o la piscina. La magnífica escena que se desarrolla en esta última ha quedado como ejemplo del magistral trabajo de Lewton y Tourneur. Se desarrolla en oscuridad, Irena se pasea convertida en pantera acorralando a Alice que, indefensa, está dentro de la piscina y ve asustada como las sombras y el rugido del felino la tienen cercada. Aquí se dan condensados los elementos que ambos cineastas utilizaron para crear terror; la oscuridad, el miedo a los felinos y el agua.

Lewton, que contaba con muy poco presupuesto, reutilizó los decorados de las películas de Fred Astaire y Ginger Rogers para las escenas en Central Park y el enorme decorado de la película de Welles El cuarto mandamiento (The magnificent Amberson, 1942) para situar en él el exterior de la casa de la protagonista. Los demás decorados, sencillos y aprovechados también de otras producciones, fueron sin embargo elegidos con esmero teniendo en cuenta que fueran apropiados a lo que cada secuencia requería.

La mujer pantera está cargada de una tensión oculta que recorre la historia. La película respira sensualidad, peligro e inquietud en cada fotograma. Mantiene, aún pasado el tiempo, un magnetismo casi irreal. Todo ello lo supo valorar el público y la crítica norteamericana dándole su apoyo inmediato. La película supuso cuantiosos beneficios para la RKO que no conseguía remontar la crisis desde la producción de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941. Orson Welles). Lewton y su "pequeña unidad" mantuvieron durante años la confianza del estudio para repetir la fórmula de éxito con otras producciones posteriores. Sin embargo, ninguna de ellas conseguiría la perfección y profundidad artística de esta primera.

He asistido varias veces a la proyección en cine de La mujer pantera en salas de diferentes lugares y siempre me ha sorprendido el aplauso final que el público, mayoritariamente joven, otorga al final de cada proyección. La película mantiene intacto aquello que el público de los años cuarenta también supo apreciar, la capacidad de crear una magnífica obra con inspiración y talento.

Bibliografía consultada
Festival Internacional de cine de San Sebastián. Filmoteca Española. Jacques Tourneur. Manny Farber, Val Lewton. 1988. págs. 49 a 73.
Jewell, Richard B., Harbin, Vernon. The RKO story. Octopus Books, London, 1982.
Gubern, Román, Prat, Joan, Las raíces del miedo. Antropología del cine de terror. Tusquets Editores.Barcelona, 1979.
Siegel, Joel E. Val Lewton; the reality of terror. Secker and Warburg Limited, British Film Institute. London, 1972.
Prawer, S.S. Caligari´s children; the film as tale of terror. Oxford University Press, London, 1980.

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Cortos en aula de cine

Queremos dar una oportunidad a los cineastas amateurs para que puedan exponer en aula de cine sus trabajos. Para ello nos pueden enviar un correo a auladecine@gmail.com con el enlace de su corto subido a YouTube y si lo consideramos interesante lo pondremos aquí. Al inaugurar esta sección de cortos, queremos rendir nuestro homenaje a una persona de nuestro pueblo, fallecido recientemente, que protagonizó el corto de Luis Prieto titulado Get up que fue premiado en la II Edición del Festivalito en la sección La Palma rueda.

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La noche del cazador









The Night of the Hunter, 1955. Charles Laughton
El ogro de nuestras pesadillas infantiles
Publicado por José David Cáceres en Miradas de cine

La historia

Sur de los Estados Unidos, 1930. El predicador Harry Powell (Robert Mitchum) es un paranoico criminal, asesino de viudas, que habla a Dios y lleva escrito en los nudillos de cada mano las palabras "LOVE" y "HATE". Ben Harper (Peter Graves) ha sido sentenciado por robo y asesinato a morir ahorcado, dejando dos hijos (Pearl: Sally Jane Bruce y John: Billy Chapin) y una mujer Willa Harper (Shelley Winters); antes de ser prendido consigue entregar el botín de 10.000 dólares a sus hijos para que lo escondan. Casualmente Powell, detenido por robar un coche, y Harper coinciden en la cárcel, mientras éste espera su sentencia, lo cual permite al predicador conocer la existencia del botín, ya que Harper habla de ello en sueños.

Nada más salir de la cárcel, Harry Powell se dirige a por su próxima víctima. Mientras, Willa, ya viuda, se encuentra con dos niños a los que mantener y un futuro incierto, así se lo hacen ver Icey Spoon (Evelyn Varden) y Walt Spoon (Don Beddoe), un matrimonio amigo de la mujer, que le aconsejan busque un nuevo marido. Por ello a aparición de Powell, diciendo ser amigo de Ben, resulta milagrosa para Willa, que enseguida sucumbe a sus (falsos) encantos, al igual que los Spoon.
Poco después se casa con Willa, haciéndole ver, ante las lógicas dudas de ésta, que sus intenciones son honradas, ya que Ben le dijo que había tirado el dinero al río. Powell consigue por un lado dominar a Willa totalmente y por otro la simpatía de la pequeña Pearl, no así de John que no le acepta viéndole como un intruso. Sin embargo, un día Willa averigua las verdaderas intenciones de Harry Powell, y éste "obedeciendo" el mandato divino mata a su esposa. tras contarles a los Spoon unas cuantas mentiras se dispone a cazar a los dos niños, que consiguen huir río abajo. Powell les sigue el rastro noche y día. Los niños tras unos días consiguen cobijo en casa de Rachel Cooper (Lillian Gish), una soltera que cuida a varios niños. Powell consigue encontrar su paradero y tras intentar llevarse a los niños mediante su palabra primero y mediante la fuerza después, es reducido por la Srta. Cooper y detenido por la Policía. John y Pearl se quedarán en casa de la Srta. Cooper.

El narrador

Charles Laughton (1899, Scarborough, GB. 1960, Los Angeles, EEUU), fue un notable actor británico de teatro y cine, que trabajó con directores de la talla de Alfred Hithcock, David Lean, William Dieterle o Josef Von Stenberg. La noche del cazador es su legado como director, único film que realizó -probablemente debido al fracaso económico que tuvo-, maldito en su momento, pero hoy considerado mayoritariamente como un clásico y la obra maestra que es.

Como suele ser habitual en los grandes films la conjunción de esfuerzos y talentos fue la que originó el acabado (perfecto) de La noche del cazador donde a la extraordinaria labor de Laughton -algo no tan sorprendente como pudiera parecer en un principio, teniendo en cuenta la enorme personalidad del cineasta inglés y su probado interés por los entresijos de la puesta en escena como demuestran sus airadas discusiones con algunos de los directores con los que trabajó- se le unieron la fe ciega en el proyecto del productor Paul Gregory -actualmente éstos se parecen más al descrito por Michael Tolkin en su guión de El juego de Hollywood (The Player, 1994. Robert Altman), salvo honrosas excepciones-, el espléndido guión de James Agee sobre la novela de Davis Grubb, la fotografía de Stanley Cortez que hizo un trabajo memorable, la partiura compuesta por Walter Schuman y la labor del excelente reparto. Muchos de ellos dieron lo mejor de sí mismos para esta experiencia tan fascinante y enriquecedora como fue (es) La noche del cazador.

El cazador

Tras los genéricos punteados por la brillante partitura de Walter Schumann, el film comienza con un cielo estrellado en el que aparece el rostro de Lillian Gish alternado con los de unos niños, a los que está contando una historia de la Biblia. A continuación 1) panorámicas aéreas de una ciudad, de una urbanización y de una casa en la juegan unos niños, 2) plano en semipicado de los niños frente a un sótano, 3) un movimiento de cámara muestra las piernas de un cadáver, 4) la cámara retrocede, 5) panorámica igual que 1) de la casa, 6) se encadena con la panorámica aérea de un coche, 7) plano general lateral del coche, 8) plano medio del coche y su ocupante: Harry Powell, interpretado de manera magistral por Robert Mitchum. A partir de 6) se funde con las imágenes la voz de Lillian Gish: «Un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni tampoco un árbol corrompido puede dar buenos frutos. Recordad que por sus frutos los reconoceréis.»

En tan sólo unos pocos planos Laughton es capaz de presentar y describir al protagonista de su historia, ofrecer un aviso sobre lo que nos espera y expresar su posición sobre lo que va a contar, como si de un demiurgo se tratara. Así Harry Powell es presentado precedido de las premonitorias y bíblicas palabras que la Srta. Cooper cuenta a sus niños, y después de mostrarnos el descubrimiento de un cadáver, asociando ambas situaciones con el predicador, identificando a éste como el arbol corrompido y como el asesino. Y todo esto mediante el uso del montaje y la planificación, en una envidiable (y para algunos seguro que sonrojante) capacidad para emplear los recursos más elementales del cinematógrafo.

Pero la descripción del cazador no se queda ahí: los continuos matices que se añaden -tanto por parte del director como del guionista y del propio actor- enriquecen más si cabe al personaje, que en más de una ocasión se dice es fruto de los lamentables momentos por los que atraviesa el país unido a una fanatica educación religiosa. Sirva como botón de muestra la escena inmediatamente posterior a su inicial presentación: Powell habla con Dios de sus actividades y de quiénes son los verdaderos males de la sociedad; a continuación se encuentra en un local de striptease, siendo el desprecio y odio que siente hacia esa situación expresado a la perfección: Mitchum mete su mano -donde se lee HATE- en el bolsillo y su navaja atraviesa su chaqueta (1). ¡Chapeau!



La presa

El arresto de Ben Harper y la descripción de sus dos hijos y mujer no se queda atrás. De igual manera que en la secuencia inmediatamente anterior, Laughton se sitúa ahora en la casa de los Harper, panorámicas aéreas que terminan en el plano de dos niños jugando en la hierba. Esa aparente tranquilidad se ve truncada por la frenética llegada del padre y su posterior, y doloroso, -muy buen subrayado mediante el inserto de varios planos de John- arresto. De esta secuencia y de la anterior que presentaba al predicador, emparentadas ambas gracias a la planificación, se pueden obtener dos lecturas (probablemente muchas más) muy reveladoras e interesantes: la presencia de niños en ambas, auténticos protagonistas del relato, que los sitúa como las últimas victimas no sólo de los actos de Powell sino de la situación del país, algo que de manera harto inteligente otorga más fuerza y horror a los sucesos que los acompañan, rompiendo la aparente normalidad de cada secuencia (en ambos casos los niños aparecen jugando en un jardín) mediante el inserto de momentos violentos (el descubrimiento del cadaver en la primera secuencia y el apresamiento del padre en la segunda), que inundan ya el relato de un indisociable sentimiento de inquietud y terror (2).

Coherentemente con lo anterior la traumática situación que han vivido los niños no es trasladable a su madre, ausente en el momento crucial del arresto, lo cual permite adivinar la importancia que tendrá cada uno en el desarrollo de la trama, y poner de manifiesto la poca confianza que desprende Willa, una mujer muy dúctil (cf. las escenas que reúnen a los Spoon con la viuda y, sobre todo, su sumisión absoluta a Powell). El panoráma es desolador, ya que, a excepción de la Srta. Cooper, el resto de adultos no podrán ayudar a los jóvenes, como es el caso de los Spoon, que son utilizados en más de una ocasión por el cazador, resultando víctimas de sí mismas y de su evidente vulgaridad: hipócritas y falsos, sus presuntas creencias religiosas y su total convencimiento de las buenas intenciones de Powell, no les impide liderar una manifestación contra el predicador una vez detenido. Laughton de manera hábil y nada retórica, no duda en mostrar su opinión sobre semejante gentuza, convirtiendo especialmente a Icey Spoon en un personaje despreciable (3). Ni siquiera el entrañable personaje de tio Birdie -extraordinariamente descrito- puede ayudar a John y Pearl, pues ni la edad ni sus sentimientos de culpa (por el descubrimiento del cuerpo de Willa) y perdida (suele beber intentando olvidar a su fallecida mujer) le permiten hacer nada por ellos.



La noche

El punto de inflexión en la película ocurre tras el asesinato de Willa, magníficamente planificado. Powell, una vez se da cuenta de que su mujer está al corriente de lo qué quiere, decide acabar con ella. Pero no la asesina cual psicópata asesino, el asesinato en off surge de una "invitación" divina a cometerlo: ese plano de Mitchum al cielo a través de un tragaluz -insuperable fotografía de Stanley Cortez- lo confirma. La resolución del asesinato se produce mediante una elipsis lo cual muestra una cualidad más del Laughton director: la sutileza. Lo importante era mostrar cuándo y por qué decide matarla, no el hecho en sí.

En este punto los dos niños se encuentran solos -memorable el plano en el que el encuadre se estrecha hasta mostrar a los pequeños escondidos en el sótano- y comienza su huida desesperada. Aquí el relato (la película) empieza a tomar un tono fantasioso, totalmente onírico. El descubrimiento del cuerpo de Willa hundido en la profundidad del río; los niños, huyendo fuera de la casa tras haber engañado a Powell, son perseguidos por éste cual ogro se tratase; una vez toman la barca para salir de allí, Powell grita como un animal; los niños cobijados en un granero creen haber dejado atrás a su perseguidor, pero John comprueba, no sin terror, que sigue su caza, exclamando: «¿es que él no duerme nunca?».

Powell es un señor de la noche, la verdadera personificacióin del Mal. La fuerza expresiva de las imágenes de Laughton es total, incluso al incidir, una vez más, en el estado de penuria económica del momento: en su huida los niños encuentran a una mujer que les ofrece como único alimento una patata cocida: escalofriante escena, sin duda.

Los niños son encontrados por la Srta. Cooper que los acogerá sin vacilar. La noche acaba, pero el horror aún no ha terminado.

El Bien y el Mal

La Srta. Cooper (una Lillian Gish memorable) es una mujer soltera, eso hace pensar el trato de señorita y no señora, pero con un pasado incierto y lleno de una estricta educación religiosa, es un mujer fuerte y de sólidas convicciones, que mantiene y alberga a varios niños, uno incluso porque la madre no puede permitirse tenerlo a su cargo, (de nuevo una pincelada de la situación del país). Es por ello que no tiene ninguna duda para aceptar en su seno a John y Pearl.

Las enseñanzas que la Srta. Cooper imparte a sus niños se sustentan en una base puramente religiosa, lo cual llena de incertidumbre a John, puesto que el cazador también pregonaba su alabanza a Dios. Sin embargo, pronto advertirá que se encuentra en buenas manos, ganándose la confianza de la Srta. Cooper. La evolución del chaval es digna de elogio, sus dudas iniciales perfectamente mostradas y su paulatino convencimiento de que él y Pearl están a salvo se consigue por la activación en él de ese reconocimiento de un hogar auténtico -a pesar de la falta de un padre, hecho que todavía le deparará malos tragos-, que tiene su excelente y emotiva conclusión cuando John le hace un regalo navideño a la Srta. Cooper. Habrá, no obstante, quien vea en este dibujo idealizado del personaje bondadoso de la anciana mujer, un contrapunto demasiado evidente al del cínico cazador. Tambíen es posible que haya quien crea que el film es discursivo y/o moralista. Nada más lejos de la realidad: La noche del cazador es un cuento de terror (con Ogro y Hada incluidos, ambos personajes magnificamente descritos) y además no tiene reparo en mostrar un (lamentable) estado de cosas (la Depresión, en primer término).

Pero, a pesar de que John y Pearl encuentran cobijo junto con la Srta. Cooper su huida no ha cesado: el cazador está al acecho. De nuevo aparece por la noche frente a la casa -otro imborrable momento con sublime ilumanación del fotógrafo Stanley Cortez-, esta vez, de la Srta. Cooper. El desenlace se divide en tres estadios. 1) El intento de Powell de llevarse a los dos niños utilizando sus, en este caso, inútiles artimañas, que no consiguen engañar a la Srta. Powell. Este momento tiene una situación terrorífica: Pearl se echa a los brazos del falso predicador nada más verle, le sigue identificando como su padre; es demasiado pequeña para comprender todo lo que ha ocurrido hasta ahora. 2) Powell optará por esperar a que llegue la noche par intentar llevarse a los niños por la fuerza. La Srta. Cooper permanece de guardia frente a una de las ventanas armada con una escopeta. tras un descuido (4) Powell consigue entrar en la casa, pero es herido huyendo al granero mientras grita como un animal. 3) Por la mañana llega la policía que prende al criminal, momento planificado de igual forma que el arresto del padre de John. Éste tira el dinero contra aquél, dolido ante la repetición de una situación ya vivida, ya que le hace ver en Powell a su padre. Magistral.

No me canso de repetirlo: La noche del cazador es un monumento al cine, una obra maestra absoluta.

(1) Incluso va más allá, es una clara referencia sexual, ya mencionada por Tomás Fdez. Valentí en su espléndido estudio sobre la película en "Drácula de Baram Stoker - La noche del cazador" Ed. Dirigido, colección Prgrama Doble, nº 5. Barcelona, 1994.
(2) La figura del niño como ser indefenso e ingenuo es perfectamente aprovecahda, pero también surge la idea contraria, es decir, que un niño puede ser todo lo contrario: cruel y violento. Laughton muestra a los compañeros de colegio de Pearl y John que cantan "Hing Hang Hung" en referencia a su padre colgado. El contrapunto es perfecto: un niño no tiene conocimiento real de lo qué está bien y de lo que está mal, y sus actos responden a determinadas situaciones. Probablemente John al final del film sea consciente de la diferencia (y que ésta venga por una adecuada eduación religiosa, no es sermoneante, sencillamente es un camino a seguir tan válido como otro)
(3) A lo que ayuda la sensacional interpretación de Evelyn Varden.
(4) Ese momento resulta antológico: La Srta. Cooper se encuentra sentada escopeta en mano a oscuras frente a una ventana, fuera Powell espera. A continuación llega una de las niñas de la casa con una vela en la mano, el plano se inunda de luz: no se puede ver lo que hay fuera. Cuando la niña se va, Powell ya no está.

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