La ética del cineasta ante la inevidencia de los tiempos.
La ética del cineasta ante la inevidencia de los tiempos. Escrito por Ángel Quintana en Formats.
1. El año cero
Al final del primer capítulo del imponente proyecto audiovisual indagado por Jean Luc Godard en sus Histoire(s) du cinéma, titulado Toutes les Histoire(s), el cineasta se sumerge en un momento clave en la historia del pensamiento del siglo XX, cuando todo bascula y el cine muestra su compromiso ético. Un rótulo nos indica: “Que cada ojo negocie por sí mismo”. Un fundido encadenado provoca que las imágenes del rótulo se fundan sobre los ojos de Giulietta Massina/Gelsomina en La Strada (1954) de Federico Fellini. Gelsomina, la protagonista del film de Fellini, se convierte en el símbolo de una eterna inocencia que intenta imponer su universo de ilusión en un mundo dominado por la crueldad y la barbarie. Los ojos de Gelsomina se funden con la imagen del gesto trágico que, en otra película, lleva a cabo Edmund, un niño de catorce años, que acerca su mano a sus ojos de adolescente, se los tapa y se lanza al vacío desde lo alto de un rascacielos en ruinas. La cruda imagen corresponde a la escena final de Germania Anno zero (Deutschland im Jahre Null, 1947) de Roberto Rossellini. A diferencia de Gelsomina, que pretende imponer la ilusión en un mundo sin sentido, el joven Edmund se ve incapacitado para encontrar una salida existencial en un mundo en el que las heridas han devenido tan profundas que ya no se vislumbra una posible salida. Edmund ha tenido que vivir en Berlín, en la inmediata postguerra, en compañía de su padre paralítico; su hermano, escondido en el hogar familiar por miedo a las represalias por su pasado nazi, y su hermana, dedicada a la prostitución. Edmund no puede librarse de su educación nazi y de las consignas de su maestro de escuela que le recuerda que “los fuertes tienen que eliminar a los débiles”. Al final de su recorrido, después de haber asesinado a su padre inválido, Edmund no puede hacer otra cosa que suicidarse porque ante sus ojos ni Berlín, ni Alemania, ni Europa tienen futuro. Rossellini rueda Germania Anna zero en Berlín, el año 1946, el año cero que marca un nuevo momento en la historia de la cultura y del pensamiento europeos. Godard recupera este gesto para cerrar su reflexión sobre la relación entre el cine y la historia. ¿Qué representa la muerte simbólica de Edmund para el cine y el pensamiento del siglo veinte? ¿Qué inaugura este gesto fundacional?
El filósofo Gilles Deleuze considera este momento como un instante absolutamente clave en el paso de lo que el llama la imagen movimiento a la imagen tiempo. La imagen movimiento es la imagen sujeta a la idea de acción en la que los héroes ven que algo les afecta y deciden actuar, utilizando como fuerza el impulso de la acción. La imagen movimiento es la imagen del cine clásico, en la que los conflictos se resuelven por la presencia de alguien que se propone liberar la situación del mal y actúa. En el caso de Edmund, en Germania Anno zero de Rossellini, se produce un hecho significativo ya que el protagonista observa una realidad que le afecta -Berlín en la inmediata posguerra- pero se siente impotente para poder actuar frente a una realidad que le supera. Para Deleuze, esta película, junto a la mayoría de obras clave del neorrealismo italiano, inaugura un cine de vidente, en el que la acción de ver se opone al modelo establecido por el cine de la acción. “Por más que el protagonista se mueva, corra y grite, la situación en la que se encuentra desborda por todas partes su capacidad motora, le hace ver y escuchar aquello que de derecho ya no se corresponde con una respuesta a una acción. Más que reaccionar, registra. Más que comprometerse a una acción, se abandona en una visión”. (1)
Esta presencia de un nuevo cine de sensaciones ópticas opuesto a la acción y abierto a la relación de extrañeza que se evidencia entre los individuos y las cosas, inaugura una actitud ética de compromiso del cine frente a la realidad histórica y explora un terreno insólito y nuevo en el contexto de la inmediata posguerra, definido por Serge Daney como el paisaje de la no-reconcilación política y estética. (2) Si en el terreno de la cultura resulta imposible, tal como sentenció Adorno, hacer poesía después de Auschwitz, en el cine tampoco se puede continuar mostrando la ilusión después de haber tomado conciencia de la barbarie.
De igual manera que en el pensamiento, resulta imposible en el terreno del cine establecer una reconciliación entre los cineastas -hijos de un tiempo de crisis- y lo visible. Después de la Segunda Guerra Mundial dejó de existir la posible armonía entre los seres y las cosas, entre los individuos y el mundo. El compromiso del cineasta frente a la no-reconcilación abrirá, a partir del neorrealismo, las puertas de una modernidad que se opone al clasicismo. Fabrice Revault Allones cree que, después del año cero anunciado por Rossellini, se abre en el cine una grieta fundamental ya que “los vínculos que unían al hombre con el mundo se rompen, ya no es posible encontrar ninguna evidencia. Es imposible capturar el mundo o dejarse capturar por él, ya que éste ha dejado de comunicar, ya no existe comunicación entre uno mismo y los otros, entre uno mismo y uno mismo”.(3) El término inevidencia, utilizado por Roland Barthes, caracteriza el nuevo paisaje abierto tras la posguerra y que se ha ido prolongando a lo largo de la historia hasta este final de siglo, en el que el cine ha empezado a hablar tímidamente de reconciliación, de otras formas de armonía y de una necesidad urgente de superación de los conflictos heredados de la experiencia de la alteridad. ¿Cuál es la actitud ética que han adoptado los cineastas frente a la inevidencia del siglo?
2. ¿Qué es un cineasta?
Para contestar con cierta comodidad todas estas cuestiones, podemos exigirnos un cierto rigor conceptual y comenzar nuestro recorrido definiendo qué es lo que entendemos por cineasta. La cuestión no ninguna obviedad ya que no podemos entender como cineasta únicamente a aquella persona que se dedica profesionalmente a hacer películas. Actualmente, tras la idea de hacer películas y la idea de profesional se esconden numerosas contradicciones. La primera contradicción puede ser de carácter terminológico y estar condicionada por la categoría artística que queramos otorgar al cine. Desde una cierta herencia romántica, certificada en los años sesenta por los cineastas de la Nouvelle Vague francesa y su política de autores, el cineasta como autor es aquel que domina el arte del cine e imprime su personalidad a los productos que elabora. La figura del autor, por tanto, adquiere una cierta transcendencia como figura pública capaz de realizar las grandes obras que formarán parte del canon cinematográfico.
Para fijar una definición práctica de lo que entendemos por cineasta y poder contemplar cuál es su postura ética, el paso fundamental que hay que llevar a cabo consiste en establecer un proceso de “desacralización” del cine. Hay que dejar de ver el cine únicamente como un arte y empezar a entender que el estatuto de “arte” no es imprescindible para que el cine pueda mantener una existencia saludable, sino todo lo contrario. El cine es, sobre todo, un medio de expresión con imágenes y el cineasta debe ser considerado un artesano de este medio de expresión. Que, de vez en cuando, este medio de expresión proporcione obras que puedan provocar un impacto estético, y que podemos llegar a calificar como arte, no nos ha de preocupar. El cine no ha de imponerse, como creen obsesivamente algunos críticos, la misión de crear periódicamente algunas obras maestras sin que antes hallamos reflexionado sobre qué quiere decir una obra maestra y cuáles son los atributos que deciden que una determinada obra artística puede ser considerada como obra maestra. La rendibilidad cultural del cine no ha de venir dada forzosamente, tal como se ha creído y se continua creyendo, por la asignación de un espacio privilegiado en el canon de las artes, ni debe estar determinada por su reconocimiento intelectual o académico. Su rendibilidad debe determinarse por la posición que el cine pueda llegar a ocupar respecto a la historia y por su capacidad para llegar a convertirse en un vehículo capaz de generar pensamiento.
Para articular mejor una posible definición de lo que podemos llegar a entender como cineasta, podemos tomar prestada la definición que establecía Jean Claude Biette en un sugerente artículo sobre el tema. Para el analista francés, un cineasta es “aquel que expresa un punto de vista sobre el mundo y sobre en el cine en el acto de hacer su film”. (4) La definición nos puede resultar útil ya que propone la posibilidad de un doble movimiento. Por un lado, el cineasta es quien vela para que podamos llegar a mantener una percepción particular de la realidad que esté absolutamente relacionada con su contemporaneidad y que exprese un claro compromiso con la lógica del tiempo. Sin embargo, ese cineasta no puede quedarse como un simple observador objetivo de la realidad o como un simple constructor de historias que, a través de un relato y de un trabajo de puesta en escena, afirmen sus preocupaciones personales en el marco de los problemas de su tiempo. El cineasta moderno debe tener un elevado grado de autoconciencia ante su propio mundo y no puede mantener una actitud inocente frente al propio medio de expresión. El cineasta se encuentra en la obligación de exponer cuál es su punto de vista sobre la práctica fílmica que lleva a cabo. Este proceso de autoconciencia sólo es posible mediante el conocimiento profundo del medio de expresión. Este conocimiento no puede pasar, tal como pretenden las escuelas de cine, por el dominio de la técnica sino por la conciencia histórica del camino que ha seguido el propio medio. El conocimiento del medio debe ir acompañado de una preocupación que permita comprender los cimientos teóricos de la cultura en la que se inscribe el acto creativo del cineasta. La actitud autorreflexiva debe hacerse evidente en las propias obras, las cuales no han de generar un proceso ilusionista que haga creer que el cine pone en escena el mundo de forma transparente, sino que han de poner en evidencia la reflexión como cosa inherente al acto de filmación.
Tomando como base la definición de Jean Claude Biette, podemos concluir que la verdadera actitud ética del cineasta sólo puede llegar a surgir partiendo de dos premisas básicas: la implicación con la realidad y la reflexión sobre los límites formales del propio medio de expresión.
3. Mostrar el horror
Theodor Adorno y Max Horkheimer publicaron en los Estados Unidos, donde se encontraban exiliados en 1944, con el título de Fragmentos filosóficos, una obra que daría paso, tres años después, a Dialéctica del iluminismo, un libro que no conseguiría ocupar espacio en el debate filosófico hasta los años sesenta, cuando empezó a ser considerado como una lúcida reflexión sobre los excesos del proyecto ilustrado y sobre la forma en que la idea de modernidad, que surge de la ilustración, entra en crisis desde el momento en que entra en contacto con los elementos de la barbarie que han anunciado los límites del concepto de progreso. En la parte final de Dialéctica del iluminismo, en un capítulo titulado “Apuntes y esbozos”, se pueden leer algunas lúcidas reflexiones escritas en 1944, antes del final de la guerra, sobre el nazismo y la toma de conciencia frente a la barbarie: “En Alemania el fascismo ha vencido con una ideología groseramente xenófoba, anticultural y colectivista. Ahora que devasta la tierra los pueblos deben combatirlo; no hay otro remedio. Pero no está dicho que cuando todo termine deba difundirse por Europa un aire de libertad, no está dicho que sus naciones puedan convertirse en menos xenófobas, anticulturales y pseudocolectivistas que el fascismo del que han debido defenderse. La derrota no interrumpe necesariamente el movimiento del alud” (5) ¿Cómo pudo combatir el cine de la inmediata posguerra el alud de barbarie que había inundado Europa? ¿De qué armas disponía?
Roma, città aperta de Roberto Rossellini fue concebida inicialmente con el título Storie di ieri -Historias del ayer- y debía rememorar una serie de hechos reales que tuvieron lugar en los años de la ocupación, que asumían la función de convertirse en verdaderos símbolos de hasta donde podía llegar la ignominia nazi. Roma, città aperta es, no obstante, una película que estremeció los límites que el cine se había marcado en el campo de la ética. Y ello porque su gran reto consistió en plantearse, sin ningún miedo, cómo mostrar el horror.
Uno de los momentos clave de Roma città aperta es una escena de tortura. Un oficial de la Gestapo somete a una serie de inhumanas humillaciones a un miembro de la resistencia comunista y hace escuchar sus gritos a un cura prisionero, convertido en símbolo de una cierta lucha cristiana que apoyaba la causa de la resistencia. Rossellini muestra frontalmente el horror y nos enseña el rostro desfigurado del líder de la resistencia. El cineasta contempla el horror sin subrayar sus efectos, considerándolo como un hecho perfectamente delimitado a una realidad histórica. El gesto acaba implicando la pérdida de la inocencia del cine frente a la crueldad del mundo real. Rossellini no puede esconder la verdad y ha de desvelar el horror para combatir aquella historia oficial que se había dedicado a esconder la realidad. Atreverse a contemplar frontalmente el horror supuso uno de los grandes avances morales del cine italiano de la inmediata posguerra e inauguró una nueva forma política de entender el hecho cinematográfico.
El cineasta Víctor Erice, en una conferencia leída el año 1994 en Girona, en el marco del Centro Cultural de la Mercè, evocó la importancia fundamental de este momento: “La complicidad emocional, a flor de piel, que la película de Roberto Rossellini despertó entre la docena de privilegiados espectadores (sólo hemos de pensar en alguno de sus temas: la resistencia contra el fascismo, el compromiso entre católicos y comunistas, unidos en un frente común), nos impidió, quizás, percibir con claridad aquello que de verdad existía detrás de algunas -no todas- de sus imágenes más genuinas: la necesidad de mostrarlo todo, de no callar, que nos parecía unida a la noción de crueldad en la escena en la que el comunista Manfredi era torturado por un miembro de la Gestapo ante los ojos de un tercer personaje. Justamente allí donde un cineasta clásico hubiera utilizado, en el noventa por ciento de los casos, una elipsis, el director de Roma, città aperta no lo hacía. Rossellini no escondía a nuestra mirada el acto del horror; por eso, unos años después, se puede escribir que allí, en aquel preciso instante de Roma, città aperta, había nacido el cine moderno”.
¿Hasta dónde condujo en el cine aquella voluntad ética de mostrar el horror? En el año 1975, después de haber filmado los tres capítulos que integraban la trilogía de la vida, Pier Paolo Pasolini se propuso en Salò o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate de Sodoma, 1975) el reto de trasladar el universo del marqués de Sade a la República de Salò. El resultado fue una película extraña en la que Pasolini, el cineasta que creía que el cine no era más que la lengua escrita de la realidad, se proponía explorar los límites de la visibilidad fílmica. La película mostraba un grupo de nazis que se dedicaban, con exquisita complacencia, a contemplar el proceso de degradación al que eran sometidos una serie de jóvenes obligados a comportarse como esclavos con el objetivo de avivar el placer sadomasoquista, especialmente orientado hacia la dimensión más voyeurista, de sus patronos. Pasolini no sólo mostraba la tortura frontalmente sino que se atrevía a mostrar la humillación sexual, acompañada del proceso de destrucción del alguno de los valores éticos fundamentales del ser humano. Pasolini había llevado al cine a un callejón sin salida ya que después de la experiencia de Salò nunca más otro cineasta volvería a ir tan lejos.
Pocos días después del estreno de Salò, Pasolini fue entrevistado en la RAI por el periodista Furio Colombo. El título de la entrevista, sugerido por el propio Pasolini, era premonitorio: “Estamos todos en peligro”. Pasolini recordó que los individuos que realmente habían pasado a la historia eran aquellos que habían aprendido a decir no. Para Pasolini, la Italia de los años setenta, que había puesto en evidencia los primeros síntomas derivados de los excesos del milagro económico, había entrado en una profunda crisis. El drama del mundo se definía para el cineasta en los siguientes términos: “La tragedia es que ya no hay seres humanos, hay extrañas máquinas que chocan las unas con las otras. Y nosotros, los intelectuales, cogemos el horario de trenes del año pasado o de hace diez años, y después decimos: pero qué extraño; si estos dos trenes no pasan por allí”. (6) La entrevista fue el último acto público de Pasolini. A la mañana siguiente, 2 de Noviembre, su cuerpo desfigurado fue encontrado sin vida en la playa de Óstia. ¿Qué valor simbólico tuvo la muerte de Pasolini? ¿No era su cadáver el cadáver de una modernidad que se quería muerta y enterrada?
4. Mostrar la denegación
En Francia, Jean Renoir, que durante la época del Frente Popular se había convertido en uno de los cineastas más comprometidos con la situación política y que después del fracaso de la política de Leon Blum se sintió desconcertado y amargado por el destino que iban adquiriendo las diferentes ilusiones de cambio social, decidió rodar, en el año 1939, La regla del juego (La règle du jeu), una de las radiografías más incisivas que se han llevado a cabo sobre el estado de desconcierto moral que reinaba en la Europa de antes de la guerra. El objetivo de Renoir consistía en contemplar los juegos estériles de una clase social condenada a la autodestrucción.
Para Jean Renoir, la estrategia no consistía en mostrar los numerosos peligros que amenazaban la sociedad, encarando frontalmente la situación política de la época, sino reflexionar sobre una Europa a punto de caer en la barbarie mediante la observación de una serie de personajes que se entretenían bailando -como si nada pasara- cerca del cráter de un volcán que está a punto de entrar en erupción. La actitud de Renoir ante los hechos históricos no consistía en mostrar el compromiso, ni en describir el horror y sus efectos, sino en retratar la existencia de unos seres que niegan su presente, que se refugian en sus juegos estériles. En un estudio sobre La regla del juego, Francis Vanoye llama a esta actitud denegación: “Todos los personajes son seres estériles, sin futuro, condenados a una situación trágica, pero lo disimulan fingiendo que piensan en otras cosas: en la casera, en los autómatas y en el amor. Es lo que se llama denegación y que Renoir pone en evidencia mediante la coexistencia constante en el interior de su película de motivos de fiesta, placer y muerte”. (7) Mientras los autómatas que el Marqués de la Chesnaye ha coleccionado bailan al ritmo de un gran órgano, entre el público que asiste a la fiesta que ha organizado en su finca de La Colinière aparecen unos personajes disfrazados de esqueletos que también bailan, en medio de los aristócratas, pero bailan la danza de la muerte. La regla del juego acaba adquiriendo la forma de una “reflexión sobre la denegación como origen del mal. Renoir describe una sociedad que con sus juegos estériles cierra los ojos a los peligros del fascismo”. (8)
¿Cuál era la situación política que negaban los aristócratas de La regla del juego?Jean Renoir empezó la película el mes de Septiembre de 1938. En aquel momento Francia y Gran Bretaña acababan de firmar los llamados acuerdos de Munich con Italia y Alemania. Estos acuerdos permitían a Hitler tomar posesión de una serie de territorios checoslovacos situados en la frontera alemana, fomentando así la política de expansión del Tercer Reich. Cuando la película fue estrenada, en septiembre de 1939, se decretó la movilización general en Francia, ya que había empezado la invasión alemana. El gobierno alemán no tardó mucho en ocupar Francia y en provocar la firma de los acuerdos de Vichy que regulaban una determinada forma política de colaboración con el fascismo. La regla del juego se estrenó cuando en Europa acababa de estallar el polvorín de la guerra. La película fue un fracaso; nadie hizo caso de sus insinuaciones y su verdadera dimensión no fue reconocida hasta algunos años después de la guerra. Nadie creyó la ficción cinematográfica, nadie creyó que aquella aristocracia que bailaba la danza la muerte acabaría apoyando al gobierno de Vichy.
5. Mostrar la inevidencia
El 18 de agosto de 1950, Cesare Pavese escribió en su diario: “Cuanto más determinado y concreto es el dolor, más se debate el instinto de la vida y cae la idea de suicidio. Parecía fácil, al pensarlo. Y sin embargo, lo han hecho mujercitas. Se necesita humildad, no orgullo. Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”. (9) Con este texto, Pavese clausuró las notas dispersas que marcaban un itinerario autobiográfico que arrancaba un 6 de octubre de 1935 y acababa con la constatación de su propio suicidio.
La muerte de Cesare Pavese tuvo lugar en una Italia que había surgido de la oscuridad y del régimen de corrupción de la inmediata posguerra para empezar a forjar un camino hacia las promesas de la sociedad del bienestar. Pavese, sin embargo, no pudo superar la angustia interior. Las promesas de transformación económica que surgieron en su país no hicieron más que afianzar el sentimiento de vacío y la constatación de que se había abierto una vía que acabaría conduciendo de la miseria física -la pobreza de la posguerra- a la miseria moral -la alienación-. No deja de ser curioso que el suicidio tuviera fuerte presencia tanto en la literatura como en el cine italiano de los años cincuenta.
Aunque Michelangelo Antonioni sólo adaptó directamente el universo de Pavese en Le amiche (1955), podemos establecer un cierto paralelismo entre las dos poéticas. El cine de Antonioni parte de la constatación de que se ha producido una ruptura irreversible entre los seres y las cosas que impide toda posibilidad de armonía en el mundo contemporáneo. El cineasta debe mostrar esta inevidencia, reflejando la trayectoria de unos seres condenados a una errancia sin destino prefijado.
La mostración de la inevidencia como reflejo de la profunda crisis moral que se sufría en la Europa de la época aparece en Il Grido (1957) de Michelangelo Antonioni, el único film de la obra del cineasta que transcurre en un ambiente marcadamente proletario. Al principio de la película una ruptura amorosa obliga a Aldo, el protagonista, a llevar a cabo un viaje errante por diversos lugares del valle del Po. A primera vista, los elementos iconográficos que muestran el paseo de Aldo no parecen encontrarse demasiado lejos de los de Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) de Vittorio De Sica. Aldo es un trabajador desclasado que deambula en busca de una incierta felicidad. Entre la sociología de la cotidianidad descrita por De Sica y el film de Antonioni existe, no obstante, una barrera difícil de superar ya que la crisis de Aldo no es una crisis social -como la del trabajador sin bicicleta- sino una crisis interior dado que es un obrero que no puede amar, que no puede comunicarse con el otro y que no encuentra ningún sentido a los elementos constitutivos de su entorno. A pesar de ser un obrero, Aldo ya no espera nada de ningún cambio social, lo único que cuenta son sus sentimientos individuales. Aldo ha perdido sus raíces porque el mundo ha perdido su evidencia. No existe adecuación posible entre aquello que existe, lo que Aldo es y lo que el mundo aparenta querer ser. Il Grido acaba con el suicidio de Aldo y con la constatación de que frente a la desesperación sólo queda la fuerza del grito.
Antonioni mostró cómo se opera una mutación importante dentro de una Europa que en los años cincuenta continuaba profundamente marcada por el peso de las principales ortodoxias. La mutación consistía en la forma en la que la crisis se había desplazado desde el exterior hacia el interior. El año 1955, el escritor Italo Calvino ya describió las características esenciales de esta mutación: “En esta nueva situación, la representación de las transformaciones del mundo exterior va perdiendo interés: es la interioridad la que domina el nuevo paisaje. El hombre de la segunda revolución industrial se dirige hacia la única parte no programada del universo: la interioridad, el self, la relación no mediatizada entre la totalidad y el yo”. (10) Si el horror había ido del exterior hacia el interior, la actitud ética del cineasta de los años cincuenta consistía en mostrar los efectos de esta crisis interior, la manera en que se hacía visible en el rostro y la conducta. No es ninguna casualidad que la pregunta clave que se planteó Antonioni en este período fuera: ¿Qué significa mirar cuando se han roto los lazos que nos unen con el mundo?
6. La ética reside en la forma
El mes de junio de 1961, en el número 120 de la revista Cahiers du Cinéma, Jacques Rivette publicaba, con el significativo título “De l’abjection”, una crítica de la película Kapo (1960) de Gillo Pontecorvo. La película se había planteado como una obra progresista, hecha desde unos postulados marcadamente de izquierdas, que incidía en el problema de los campos de concentración. Jacques Rivette denunció la película en los siguientes términos: “Mirad en Kapo, el plano en el que Emmanuelle Riva se suicida lanzándose sobre las alambradas electrificadas: el hombre que decide en estel momento hacer un travelling hacia adelante para reencuardar el cadáver en contrapicado, procurando inscribir exactamente la mano levantada de éste en un ángulo de su encuadre final, sólo tiene derecho al más profundo desprecio... Hay cosas que no pueden abordarse más que con temor y un sincero escalofrío; la muerte es una de ellas, sin duda. ¿Cómo no sentirse impostor en el momento de filmar algo tan misterioso? Más valdría en todo caso plantearse la cuestión e incluir de algun modo esta interrogación sobre la postura moral del realizador”. (11)
Jacques Rivette consideraba que un simple travelling hacia delante con la finalidad de resaltar el efecto dramático del acto de morir para buscar una determinada belleza estandarizada capaz de llegar a conmover al espectador no era más que un abuso de la forma que ponía en cuestión la moralidad del punto de vista del realizador. La abyección consistía en el subrayado, en no saber mantener la distancia, en forzar, utilizando los recursos más estrafalarios, la posición afectiva del espectador frente a una expresión en imágenes de la barbarie. Rivette acaba constatando que en el cine los temas nacen libres y que lo que realmente cuenta es el tono, el acento que quiere utilizar el autor frente al tema tratado. Este acento no sólo se evidencia en la construcción de guión sino básicamente en el proceso de puesta en escena. No basta con que Kapo sea una película de izquierdas con mensaje, es necesario que muestre una actitud justa frente al tema.
Un año después, José Luis Guarner se hizo eco de la polémica aparecida en Cahiers du Cinéma en un artículo titulado “Las gafas de Parménides”. Guarner se adhería a la reflexión y denunciaba: “Nada más fácil que desenmascarar a los cineastas insinceros, a quienes tras una apariencia brillante de profundidad sólo buscan deslumbrar o impresionar al espectador sin reparar en los medios. No basta mostrar una fila de hombres y mujeres desnudos haciendo cola ante la entrada de una cámara de gas para lograr una denuncia válida contra el nazismo, como han creído los autores de Kapo”. (12)
La reflexión puede resultar sorprendente después de que buena parte del cine actual se haya articulado a partir de la voluntad manifiesta de buscar formas expresivas de exaltación del famoso travelling de Kapo sin que en ningún momento exista un debate sobre la moralidad de la forma de las imágenes. Las filas de seres humanos desnudos dispuestos a entrar en las cámaras de gas se convirtieron en uno de los principales puntos de referencia iconográfica de una película oscarizada, La lista de Schlinder (The Shlinder’s list, 1994) de Steven Spielberg. En esta ocasión, el cineasta americano decidió no imponerse límites morales y reconstruyó la solución final, el momento en que las víctimas son gaseadas y exterminadas. Spielberg, sin embargo, se cubrió las espaldas y ofreció una imagen del holocausto en blanco y negro. Su decisión, no obstante, no estuvo condicionada por un simple efecto estético, sino por un deseo de llevar a cabo un acto de simulacro. El holocausto fue reconstruido como ficción, tomando como base la estética de las imágenes documentales. En este caso, como en buena parte de los productos de la posmodernidad, el problema no consistía en la propia retórica de las imágenes sino en la forma como los audiovisuales sustituyen y camuflan el mundo.
A partir de la escena de tortura de Roma, città aperta se perdió la conciencia de que el cine moderno era cruel y que el espectador debía aceptar esta crueldad mirando, si era necesario, de cara al horror. La cultura de la posmodernidad se ha caracterizado por el exceso; la observación del horror ha pasado a transformar la sangre en un grand guignol, el sufrimiento humano en simple parodia. Cerca de cincuenta años después de que Rossellini mostrara las torturas del nazismo, Quentin Tarantino abandonó su trabajo en un videoclub para debutar en la dirección cinematográfica con la puesta en escena de un acto de tortura. En Reservoir dogs (1992), un grupo de mafiosos tortura a un policía que han tomado como rehén en el curso de un atraco. La víctima está atada a una silla, la golpean, le cortan un trozo de oreja y rocían todo su cuerpo de gasolina. Tarantino muestra toda la escena de tortura pero, en este caso, el efecto que produce la mostración del horror es el de la diversión. La crueldad no tiene límites, el sufrimiento de las víctimas no cuenta, todo forma parte de un gran chiste visual que pretende reevaluar la importancia del entretenimiento. ¿Por qué en la cultura de la posmodernidad la mostración desemboca en el exceso? ¿No será que después de habernos acostumbrado a comer diariamente acompañados de imágenes de horror provenientes de una televisión hemos devenido insensibles al sufrimiento de los otros? La nueva ética del cine quizás ya no consiste en la mostración sino en la elipsis, en dejar de explicitar la barbarie...
Serge Daney decidió recuperar la polémica sobre el travelling de Kapo en los años ochenta y, a la manera de José Luis Guarner, realizar un ejercicio de revisión de la función de la crítica. Después de examinar cómo en el terreno audiovisual habíamos acabado sufriendo una mutación que nos había conducido desde el mundo -el cine- a la sociedad -la televisión- con el objetivo de examinar nuestros desperdicios, Daney acababa insistiendo en la importancia que para la crítica puede continuar teniendo la creencia firme en que la moralidad cinematográfica se pone siempre de manifiesto en el buen uso de la forma, de los recursos de puesta en escena. Daney reconocía que si algo había aprendido en el ejercicio de su oficio eso era la creencia de que se debe “tener en cuenta que la esfera de lo visible ha dejado de estar enteramente disponible, que hay ausencias y huecos, imágenes que faltarán siempre y miradas para siempre insuficientes”. (13) Quizás, la verdadera ética del cine consiste en el respeto hacia aquellas áreas de visibilidad que no están disponibles, en no querer verlo todo y no forzar la imagen de aquello que no quiere -o no necesita- dejarse ver.
Notas
(1) Deleuze, Gilles. La imagen tiempo. Estudios sobre cine 2. Barcelona: Paidós, 1987.
(2) Daney, Serge. La Rampe. París: Cahiers du cinéma/Gallimard, 1996. Pág.79.
(3) Revault d’Allones, Fabrice. Pour le cinéma moderne. Du lien de l’Art au Monde. Petit traité à l’usage de ceux qui ont perdu tout repère. Bruselas: Yellow Now, 1994.
4) Jean Claude Biette, “Qu’est-ce qu’un cinéaste?”. En: Traffic, 18. primavera 1996. Pág. 8.
5) Horkheimer, Max; Adorno, Theodor W. Dialéctica del iluminismo. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1987.
(6) Pasolini, Pier Paolo. “Estamos todos en peligro”. Texto reproducido en el libro: Naldini, Nico. Pier Paolo Pasolini. Barcelona: Circe, 1992. Pág.373.
7) Vanoye, Francis. La règle du jeu. París: Nathan, 1989. Pág. 64-65.
8) Quintana, Àngel. Jean Renoir. Madrid: Cátedra, 1998. Pág. 177.
(9) Pavese. Cesare. El oficio de vivir/El oficio de poeta. Barcelona: Bruguera/Alfaguara, 1979.
10) Calvino, Italo. “La sfida al laberinto”. En: Aristarco, Guido. Su Antonioni. Roma: La Zattera di Babele, 1988. Pág.155.
11) Rivette, Jacques. “De l’abjection”. Cahiers du cinéma, 126, diciembre de 1961, Pág.54-55.
(12) Guarner, José Luís. “Las gafas de Parménides. (Algunas reflexiones acerca de la crítica y su ejercicio)”. Film Ideal, 104, septiembre de 1962. El texto ha sido recuperado en el libro recopilatorio: Guarner, José Luís. Autoretrato del cronista. Barcelona: Anagrama, 1994. Pág: 67.
13) Daney, Serge. “Le travelling de Kapo”. Traffic, 4, otoño de 1992. Pág.11.