domingo, 14 de noviembre de 2010

¡Jo qué noche! (After hours, 1985)










Aula de cine proyectará el viernes 26 de noviembre la película de Martin Scorsese, ¡Jo qué noche!
Artículo publicado en Miradas de Cine por Alejandro Díaz:

Abierto hasta el amanecer, en Nueva York

Se podría hablar largo y tendido de la nocturnidad en el arte cinematográfico, tema siempre muy interesante y que tiene en el cine negro norteamericano un foco principal de títulos que transcurren, al menos en parte, durante noches extrañas y llenas de criaturas al acecho. Títulos como Detour (ídem, 1945; Edgar G. Ulmer), Encrucijada de odios (Crossfire, 1947; Edward Dmytryk), o El beso mortal (Kiss Me Deadly, 1955; Robert Aldrich), por citar tres de mis favoritos, comparten tan estimulantes elementos. Y en algunas de estas películas que tanto nos gustan también nos adentramos, faltaría más, en el interior de bares con poca luz en los que un puñado de clientes consumen sus copas semanales, o diarias, y fuman sus puros o cigarrillos (la persecución del tabaco en la época actual tendrá consecuencias sanitarias buenas, sin duda, pero nos ha privado de viejos goces estéticos, aquellos que comentaba el personaje de Woody Allen mientras sostenía un pitillo –sin tragarse el humo, porque produce cáncer– en una vibrante secuencia de su vibrante Manhattan/íd., 1979).

El cine nos ha legado numerosos instantes memorables que transcurrían en el interior de bares elegantes o antros alucinantes: En este momento me vienen a la cabeza algunos de elos: Sheryl Lee/Laura Palmer en la orgiástica cabaña-club de Fuego camina conmigo (Twin Peaks: Fire Walk With Me, 1992; David Lynch); Hideko Takamine/Keiko callada, con la mirada perdida, dentro del local que regenta en Cuando una mujer sube la escalera (Onna ga kaidan wo agaru toki, 1960; Mikio Naruse), Laurence Côte/Juliette bailando en el bar bajo la atenta mirada de Daniel Auteuil/Alex en la genial Los ladrones (Les Voleurs, 1996; André Techiné), o Johnny Depp/Edward D. Wood Jr. charlando con Vincent D’Onofrio/Orson Welles en una secuencia crucial de Ed Wood (íd, 1994; Tim Burton). Aunque, eso sí, el auténtico maestro en retratar (a sus personajes en) los bares es, a mi parecer, John Cassavetes, y más aún si nos referimos a la ciudad de Nueva York.

Los locales de copas son territorio fértil para las ensoñaciones (y, por qué no decirlo, también para la cultura; mucho más que la mayor parte de las universidades). Uno de los convencidos de esto era Luis Buñuel (el gran Buñuel), quien comentó en alguna ocasión su preferencia en cuanto a locales en los que llevar a cabo sus libaciones (en su caso, un lugar no demasiado abarrotado y, muy importante, sin música). La nocturnidad y los bares siempre han ido de la mano. Las situaciones insólitas que pueden (y suelen) producirse en su interior nos devuelven el interés por un mundo que se nos revela, de nuevo, como lleno de misterios, de pequeños submundos que se forman dentro del caos de noches que parecen no acabar nunca. Esa es una de las razones por las que se puede sentir devoción por films como La dolce vita (íd, 1960) de Fellini (y por tantos otros films de dicho cineasta), y por las que es posible maravillarse ante la atmósfera que se respira en la fiesta de fin de año de Lunas de hiel (Bitter Moon, 1992; Roman Polanski), o en la apretujada celebración de El crepúsculo de los dioses (Sunset Blvd., 1950; Billy Wilder). Incluso un film tan irregular como Four Rooms (íd, 1995; Allison Anders; Alexandre Rockwell; Robert Rodriguez; Quentin Tarantino) posee un plus de atractivo por su construcción de una noche definitivamente extraña, por no mencionar los progresivamente peligrosos paseos de Tom Cruise en Eyes Wide Shut (íd., 1999; Stanley Kubrick), una película cuyos planteamientos (personaje acomodado expuesto a los peligros nocturnos) tampoco son tan lejanos, en ese aspecto, de los de After Hours (me niego en redondo a utilizar la “traducción” española, ustedes disculpen), el film objeto de estas líneas.

Realizada en 1985, After Hours es la aportación más directa de Scorsese al cine de (con) locales de copas y movida de madrugada, neoyorquina, por supuesto (esta película hubiese sido radicalmente diferente de haberse rodado en la geografía urbana de Los Angeles, por ejemplo), si bien no se puede negar que la presencia de los bares es notable en muchos otros films suyos, y la nocturnidad es un elemento clave en obras de la talla de Taxi Driver (íd., 1975) o Toro Salvaje (Raging Bull, 1980). Aunque está claro que el film que nos ocupa es inferior a los dos citados y a otros de su director, también es justo decir que sus pretensiones también resultaban menores, pues la película se concibe como un divertimento, un simpático juguete que, no obstante, posee una cuidada elaboración formal, magníficas atmósferas (el fassbinderiano Michael Ballhaus firma la fotografía) y muy buenas interpretaciones. Si además tenemos en cuenta que la época de la que data fue más bien triste en lo que se refiere al cine americano, el film merece algunos elogios extra.

Paul Hackett (Griffin Dunne, también productor aquí, y posteriormente director de algunas películas) es un yuppie que atravesará por diversas situaciones, a cuál más delirante, en una única noche. La caja de Pandora la abre Paul cuando se encuentra en un restaurante con una chica llamada Amy, papel interpretado por Rosanna Arquette (actriz nacida en Nueva York, al igual que Dunne). Con la excusa de conseguir uno de los pisapapeles con forma de buñuelo (¿?) que fabrica la compañera de piso de Amy, Paul consigue el número de teléfono de la chica y, tras telefonearla, acude a su apartamento, situado en el Soho. A partir de ahí todo serán extraños acontecimientos: Fulgurantes viajes en taxi, paranoias del protagonista (que imagina, ¿o no?, que Amy y su compañera de piso comparten algo más que la vivienda), suicidios inesperados, fiestas punkies, estatuas vivientes, y, sobre todo, bares que abren a horas intempestivas y donde, dependiendo del momento en que se acceda a ellos, la situación puede cambiar enormemente.

En el particular descenso a los infiernos de Paul éste va cruzándose con diversos personajes, algunos de ellos masculinos (como los bartenders interpretados por Dick Miller y John Heard, o el taxista encarnado por Larry Block), y otros femeninos, de mayor peso. Entre estos últimos destaca, obviamente, el rol de Rosanna Arquette, una mujer cuyo atractivo explotó a tope Scorsese tanto en esta película como en el episodio Life Lessons del film conjunto Historias de Nueva York (New York Stories, 1989), el mejor fragmento de una película en la que convivía con una divertida -aunque inferior- pieza de Woody Allen, y con una nueva contribución de Francis Ford Coppola a la demolición de su propia carrera cinematográfica; del mismo modo, Scorsese tendría el buen gusto de contar con la hermana de Rosanna, Patricia Arquette, para Al límite (Bringing Out the Dead, 1999), una película también nocturna y espasmódica, que fue injustamente maltratada por casi toda la crítica en el momento de su estreno. Asimismo hay que destacar a Linda Fiorentino, que en After Hours da vida a Kiki, la salvaje y crujiente compañera de piso de Amy, y también a Teri Garr, que interpreta a una camarera un tanto peculiar.

After Hours tiene un tono de comedia, a veces incluso de cartoon, pues contiene diversos sketches visuales, y también cuenta con el humor que propician las situaciones extrañas y algunos diálogos como aquel, descacharrante, en el que Amy hace una perversa mención a la película de Victor Fleming El mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), la cual no voy a reproducir por imperativo del decoro. Además, acoge la participación de cómicos como Catherine O’Hara, muy bien en su papel de (psicópata) vendedora de helados, Bronson Pinchot, actor recordado por su papel de Balki en la telecomedia Perfect Stangers, o los mismos Cheech [Marin] y [Thomas] Chong, que formaron pareja cinematográfica a finales de los setenta (y el primero, además, actor de telecomedias y de varias películas de Robert Rodriguez), los cuales serán, además, quienes devuelvan finalmente al pobre Paul a su oficina, ya por la mañana, completando la estructura circular del film.

El tono de comedia se ajusta bien a una película que, en ocasiones, rebasa los límites de lo verosímil. Pero Scorsese nunca parece buscar el realismo. La textura de sus imágenes es pesadillesca, aunque tampoco hay demasiados elementos estrictamente surreales, y los que hay pueden considerarse como fruto de la mente de Paul, habiéndolos también ambiguos (cf. ese plano en el que el vecindario entero, cochecito de los helados inclusive, rastrea las calles en busca del protagonista). La pesadilla a la que cualquiera podría tener que enfrentarse (a una versión atenuada de la misma, se entiende) cada vez que se propone pasar la noche de juerga. Una idea que inquieta y seduce a partes iguales...

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