viernes, 4 de julio de 2008

Antonioni


Homenaje dedicado a Antonioni con ocasión de su muerte por Días de Cine:

Primera parte:



Segunda parte:


La muerte de la mirada:
Publicado por Alejandro Díaz en Miradas de Cine:


No soy un experto en el cine de Michelangelo Antonioni, ni siquiera he llegado a ver todas sus películas. Sin embargo, puedo decir que su desaparición me ha afectado de manera profunda. Quienes aún nos preocupábamos o pensábamos de cuando en cuando en él y en cómo sería su existencia actual (conscientes de que desde que en 1985 sufriese un ataque era incapaz de caminar o hablar) sabíamos que era cuestión de tiempo que llegase ese día, pero uno siempre mantiene la esperanza (estúpida, pero supongo que netamente humana) de que las cosas sigan así indefinidamente, con el autor de Blowup (1966) respirando aún en alguna parte del planeta y, sobre todo, viendo la transformación del mundo a su alrededor. Y ese día llegó el pasado 30 de julio. Las reacciones no se hicieron esperar, y muchos informativos televisivos dedicaron los minutos de rigor a resaltar su figura y algunas de sus películas, añadiendo las cuatro vaguedades y generalizaciones habituales: la muerte de un maestro, la importancia de su obra, sus películas más “exitosas”, etc. Aunque no tuve ocasión de comprobarlo, supongo que alguna cadena de televisión pública habrá, con suerte, emitido alguna de sus obras como “homenaje” y después, como siempre, el vacío. El silencio más absoluto. Con todo, estoy seguro de que en este caso habrá muchas personas que, como es mi caso, hayan sentido su muerte de una forma íntima, personal.

Días después de la noticia me encontraba caminando sin rumbo fijo por una calle en la que las personas se entrecruzaban sin verse ni reconocerse, como fantasmas. Me puse a reflexionar sobre el cine de Antonioni y sentí una especie de vacío interior, de incapacidad para definir teóricamente (una obsesión que suele deparar pensamientos que no suelen conducir a alcanzar certeza alguna) qué era aquello que sus películas atesoraban y que me parecía tan valioso, que las hacía tan sutiles y delicadas como misteriosas y trascendentales. Sentí entones la necesidad de buscar información, comentarios de otras personas que me ayudasen a entender qué significaba Antonioni para nosotros, sus admiradores. Una tarea ciertamente dificultosa, porque escribir sobre un cineasta de estas características es una empresa titánica, inabarcable y que sin duda requeriría una serie de acercamientos tangenciales en busca de algunas revelaciones sobre su cine. Recurrí a interNET y encontré un buen número de apreciables testimonios de personas que se mostraban afectadas por su muerte, pero apenas pude encontrar trabajos analíticos que llenasen mi vacío. Sin embargo, entre todas las aportaciones que pasaron ante mis ojos hubo una, firmada por el compañero Santiago Gallego, que me interesó especialmente. En unas breves pero emocionantes líneas dedicadas a Antonioni, destacaba lo siguiente:

«La “rehabilitación" de Antonioni tras el desierto de los 80-90 iba en camino, sobre todo tras ver lo que el mejor cine contemporáneo de autor le debe a este genio que convirtió a la pareja (esa nueva pareja nacida del vacío postatómico, los vertederos de la sociedad industrial y de ese universo generado por el choque de unos átomos y no por la mano de Dios) su soledad y su deriva en el centro de buena parte de sus mejores obras.»

En este fragmento, Gallego hace hincapié en la importancia de Antonioni como modelo para algunos de los cineastas más interesantes de la contemporaneidad, algo que ha sido también vindicado desde hace mucho tiempo por diversas voces. Pero lo que más me impactó de sus palabras fue la referencia al modelo ontológico atomista (defendido por Leucipo de Mileto y Demócrito de Abdera —siglos V y IV a. C.—) según el cual en la realidad no todo está conectado con todo, ni puede estarlo, sino que todo es fruto de choques aleatorios de partículas en el caos, sin ninguna ordenación divina que les dote de un sentido teleológico, de un objetivo determinado. ¿No es ese un buen modelo para explicar el incomprensible mundo de fantasmas en el que nos movemos? ¿Es posible que Antonioni fuese, en realidad, y con toda la modestia del mundo, uno de los grandes continuadores de semejantes tradiciones de pensamiento? El texto de Gallego concluye de este modo:

«(...) Aún no disfrutaba de toda la admiración que merecía y que, sin duda, se había ganado a pulso por intuición, por visión, por saber ver a dónde íbamos nosotros y a dónde debía dirigirse el cine que quisiera acompañarnos y hablar de lo que nos estaba ocurriendo como individuos, como pareja, por ser también uno de los primeros directores auténtica y verdaderamente moderno, por ser tan generoso y abrir tantos caminos.»

Efectivamente, Antonioni —junto a colaboradores tan destacables como el guionista Tonino Guerra— recoge muy tempranamente y con envidiable lucidez una serie de postulados milenarios para orientarlos directamente hacia el futuro que se abrió ante el ser humano una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial. Una era en la que los acontecimientos que nos rodean sólo pueden explicarse mediante la conjugación de fragmentos, de restos culturales, como ha demostrado sobradamente el trabajo de Jean-Luc Godard, particularmente sus inagotables Histoire(s) du cinéma (1989-1998). Pero, ¿qué es lo que define y diferencia este nuevo mundo que surge a mediados del siglo XX? En un imprescindible artículo titulado "La ética del cineasta ante la inevidencia de los tiempos", Àngel Quintana recoge una expresión original de Roland Barthes (la "inevidencia" mencionada en el título) para referirse precisamente a las nuevas relaciones de las personas con sus entornos y el resto de seres humanos, para designar al «nuevo paisaje abierto tras la posguerra y que se ha ido prolongando a lo largo de la historia». Con objeto de tratar de acotar un poco más en qué consiste, desde una perspectiva artística, este nuevo estatus del desarrollo humano a través del tiempo, Quintana recurre a las siguientes palabras de Fabrice Revault Allones: «Los vínculos que unían al hombre con el mundo se rompen, ya no es posible encontrar ninguna evidencia. Es imposible capturar el mundo o dejarse capturar por él, ya que éste ha dejado de comunicar, ya no existe comunicación entre uno mismo y los otros, entre uno mismo y uno mismo».

Rebuscando en mi memoria alguna imagen del cine de Michelangelo Antonioni, apenas logro entrever el enigmático rostro y el frágil cuerpo de la actriz Monica Vitti. No sé muy bien si se trata de la Valentina de La notte (1961), la Vittoria de L'Eclisse (1962) o la Giuliana de Il deserto rosso (1964), pues hay siempre una cierta indefinición a la hora de recordar las imágenes de las películas de Antonioni, que nunca ofrecen estampas míti(fi)c(ad)as (al estilo, para entendernos, de Anita Ekberg bañándose en La dolce vita -1960-). Lo que sí puede uno reconstruir son las sensaciones de desazón, de inconexión con los espacios, de angustia existencial de unos seres que han sido vaciados por dentro y rodeados de objetos que nunca pueden llegar a llenarles. Forzosamente testigo, por fecha de nacimiento, del comienzo de la post-historia, Antonioni nos ha llevado de la mano a través del vacío sin hacer denuncias, desde dentro, escrutando luces y texturas o moldeando los contornos de este mundo inaprensible. E incluso puede que nos halla enseñado algunas maneras de sobrevivir en él sin sucumbir ante sus presiones, o incluso de disfrutar de una mirada confortable frente al caos. En sus últimas películas ha seguido desarrollando su trabajo en la medida de lo posible, siempre en silencio. El mismo que nos deja su no por anunciada menos lamentable muerte.

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