sábado, 22 de noviembre de 2008

Rossellini y el pragmatismo humanista

Primera parte:


Segunda parte:


Publicado por Alejandro Díaz y Jorge-Mauro de Pedro en Miradas de Cine.

«No se puede vivir sin Rossellini»

—pronunciada por un personaje de la película Antes de la revolución (Prima della rivoluzione, 1964. Bernardo Bertolucci)—

Roma, ciudad abierta es un patio que acaba en una calle iluminada donde el ejército alemán alinea a los habitantes de los edificios colindantes. Se están llevando a alguien. Gritos, órdenes tajantes, empujones. Lo suben a un camión. Un niño y un cura lo observan todo, acogotados entre las bayonetas y las mujeres que no cesan de gesticular y mesarse los cabellos, plañideras de luto ante la inminente tragedia.

La Magnani reconoce al detenido. Se resiste, se desgañita. Logra romper el cordón y corre, corre detrás del camión que ya se va, que ya se lo lleva.

Se escucha un disparo y cae al suelo fulminada.

El niño, vestido de monaguillo, se abalanza sobre la mujer tendida en el empedrado. Era su madre.

Es difícil construir una escena más emotiva que esta. Contada con palabras suena un tanto hueca, demasiado esquemática. Contada con la cámara de Rossellini, simplemente, emociona hasta hacer saltar las lágrimas. Y más cuando uno averigua que la rodó en las condiciones habituales de por aquel entonces: película caducada, estudios improvisados, financiamiento continuamente interrumpido...

Roma, ciudad abierta habla de la ocupación. De un pueblo maniatado y acogotado pero todavía no derrotado. Elige a unos cuantos representantes de la masa; a tres italianos que aceptan, en mayor o menor medida, involucrarse. Ese cierto grado de compromiso del que hablábamos antes. Y en aquellas terribles circunstancias involucrarse sólo significaba perder. Perderlo todo.

Los personajes muestran, sin embargo, una extraña determinación. Esta determinación les viene de sentirse, de saberse superiores moralmente. Y esta es la fuerza que les arrastra, que les hace emplearse a fondo en trabajos dignos de Hércules. No es una certeza fanática o irracional: son conscientes en todo momento de que no podrán triunfar en su empeño. Pero están dispuestos a resistir, a predicar con el ejemplo. ¿Por qué? Por si acaso acabase sirviendo de algo...


Desde el inicio se perfila una de las constantes de la trilogía: gente corriente enfrentada a situaciones extraordinarias. El héroe podría ser tu vecino del quinto, el párroco del barrio, el chico de la imprenta o el panadero que, en la clandestinidad, se dedican a librar batallas silenciosas, haciendo la guerra por su cuenta. Una minoría silenciosa que aspira a concienciar al resto, a despertarla de su letargo y sumisión a la fatalidad.

La humanidad de sus personajes llega al paroxismo cuando estos son torturados salvajemente. No todos aceptan el martirio de buena gana: dudan, odian, temen, se aterran. La muerte no resulta una perspectiva aleccionadora para nadie en sus cabales.

Si hubiese justicia, no deberían de morir. Pero están en mitad de una guerra, con lo cuál... la justicia es un lujo prescindible.

Alemania, año cero la rueda Rossellini en el Berlín de 1945 en su año cero, fecha de refundación: cero porque sus habitantes parten de la nada más absoluta, rodeados de la más completa de las destrucciones.

De una forma del todo coherente, el director –habiendo hecho ya la digestión del dolor propio– se enfrenta a una realidad no menos trágica: el dolor ajeno, el del enemigo derrotado. Un niño servirá de hilo conductor a la narración. Un niño con un hermano que se esconde por haber pertenecido al ejército alemán y dudar de la supuesta benevolencia de los vencedores. Con una hermana angustiada por una familia que mantener y que comienza a plantearse si la única manera de echar una mano a los suyos no será... alquilándose ella misma. Y con un padre continuamente postrado, eterno agonizante por unos males que parecen no tener fin.

El chico lo ve claro. Se lanza a las calles y trapichea aquí y allá, cargando sobre sus espaldas con unas responsabilidades que en modo alguno le corresponden a alguien de su edad. Entre sus amistades peligrosas destaca un ex profesor nostálgico del régimen recién derrocado. Un tipo taimado que no pierde oportunidad de avivar en las mentes jóvenes el eco de los discursos del Führer...

La cabeza del chico es un avispero. Toda la basura que vierte sobre él el ideólogo del terror constituye la pólvora, la metralla de un artefacto que no tardará en estallar. Porque el desgraciado cree ver clara la solución a sus problemas: eliminar al más débil, deshacerse del padre, de esa carga que no hace sino quejarse por una muerte que parece no llegarle nunca.

Aprovechando un descuido de sus hermanos, lo envenena.

La decadencia moral de toda una sociedad, de un pueblo perdido y sin referentes se manifiesta en el más impensable de los crímenes. Pero la locura a la que le ha abocado la miseria le pasa cuentas. Porque como el Raskólnikov de "Crimen y castigo" el chico –al igual que la Alemania recién nacida de entre las ruinas– continúa teniendo conciencia. Por suerte. O por desgracia, según se mire.

Le vemos callejear por entre calles desiertas. Unos chavales de su edad corretean detrás de un balón. Pero a él ya se le ha olvidado jugar. Se abre paso entre ladrillos y hierros retorcidos. Se encarama hasta lo más alto de un edificio semiderruido, caracoleando entre plantas sin escaleras, entre el cemento que deja ver su esqueleto de acero. Se asoma al vacío. Duda. Finalmente, cierra los ojos y...

Alemania, año cero nos deja en la Europa del 45. Es el precio a pagar siempre que nos interesamos por algo o por alguien: el inmenso dolor que suscita el conocimiento.

Son numerosos los historiadores que mantienen que el estado actual del planeta sólo se puede entender prestándole la atención suficiente a esa Europa del 45. El (des)equilibrio de poderes, el reparto de la tarta, el inminente nacimiento del estado de Israel, el empuje, el idealismo –o la ingenuidad– que fundamentaron los cimientos de la ONU...

Honremos a los muertos con la verdad. No dejarán de estar por ello menos muertos, pero los que vengan después... los que vengan después sabrán de las razones que les llevaron al cementerio.

Francesco, Giullare di Dio (1950):


En uno de sus viajes a Estados Unidos, cuenta Roberto Rossellini que un día vio un cartel en el que podía leerse una frase que le impactó: “A brain is a terrible thing to waste” (“Desperdiciar un cerebro es algo terrible”). Le preocupaba el declive de la intelectualidad en la sociedad que surge tras la Segunda Guerra Mundial, la falta de conocimientos de las nuevas generaciones, así como se mostraba muy crítico con las nuevas formas de vida basadas en el materialismo más irracional y destructivo, ajenas a toda espiritualidad. Tal vez por ello decide acercarse a la figura de Francesco d’Assisi en la película, una de las favoritas del propio director y uno de sus trabajos menos valorados y reconocidos (salvo excepciones entre las que está Miguel Marías, una de las personas que lleva más tiempo defendiendo activamente a Rossellini y particularmente a esta película). Y esto es así porque estamos ante una obra que muestra las andanzas de una orden de hombres religiosos que, comandados por Francesco, llevan una vida despojada, ajena a las ambiciones posesivas y de dominación. Es sabido que Rossellini decide, a partir de los años 60, ir abandonando el cine con objeto de incorporarse a la televisión (para la que, junto a personalidades como Jean Renoir, soñaba un futuro halagüeño como instrumento divulgativo —¡sigh!—), para la que decide realizar una serie de producciones de carácter didáctico con las que pretende, no formular un mero entretenimiento evasivo, sino instruir a la audiencia sobre diferentes momentos de la Historia que a él le resultaban particularmente interesantes desde un punto de vista práctico, como ejemplos a seguir de cara a conseguir algún cambio en el fuero interno del espectador.

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viernes, 4 de julio de 2008

La ética del cineasta ante la inevidencia de los tiempos.


La ética del cineasta ante la inevidencia de los tiempos. Escrito por Ángel Quintana en Formats.

1. El año cero

Al final del primer capítulo del imponente proyecto audiovisual indagado por Jean Luc Godard en sus Histoire(s) du cinéma, titulado Toutes les Histoire(s), el cineasta se sumerge en un momento clave en la historia del pensamiento del siglo XX, cuando todo bascula y el cine muestra su compromiso ético. Un rótulo nos indica: “Que cada ojo negocie por sí mismo”. Un fundido encadenado provoca que las imágenes del rótulo se fundan sobre los ojos de Giulietta Massina/Gelsomina en La Strada (1954) de Federico Fellini. Gelsomina, la protagonista del film de Fellini, se convierte en el símbolo de una eterna inocencia que intenta imponer su universo de ilusión en un mundo dominado por la crueldad y la barbarie. Los ojos de Gelsomina se funden con la imagen del gesto trágico que, en otra película, lleva a cabo Edmund, un niño de catorce años, que acerca su mano a sus ojos de adolescente, se los tapa y se lanza al vacío desde lo alto de un rascacielos en ruinas. La cruda imagen corresponde a la escena final de Germania Anno zero (Deutschland im Jahre Null, 1947) de Roberto Rossellini. A diferencia de Gelsomina, que pretende imponer la ilusión en un mundo sin sentido, el joven Edmund se ve incapacitado para encontrar una salida existencial en un mundo en el que las heridas han devenido tan profundas que ya no se vislumbra una posible salida. Edmund ha tenido que vivir en Berlín, en la inmediata postguerra, en compañía de su padre paralítico; su hermano, escondido en el hogar familiar por miedo a las represalias por su pasado nazi, y su hermana, dedicada a la prostitución. Edmund no puede librarse de su educación nazi y de las consignas de su maestro de escuela que le recuerda que “los fuertes tienen que eliminar a los débiles”. Al final de su recorrido, después de haber asesinado a su padre inválido, Edmund no puede hacer otra cosa que suicidarse porque ante sus ojos ni Berlín, ni Alemania, ni Europa tienen futuro. Rossellini rueda Germania Anna zero en Berlín, el año 1946, el año cero que marca un nuevo momento en la historia de la cultura y del pensamiento europeos. Godard recupera este gesto para cerrar su reflexión sobre la relación entre el cine y la historia. ¿Qué representa la muerte simbólica de Edmund para el cine y el pensamiento del siglo veinte? ¿Qué inaugura este gesto fundacional?
El filósofo Gilles Deleuze considera este momento como un instante absolutamente clave en el paso de lo que el llama la imagen movimiento a la imagen tiempo. La imagen movimiento es la imagen sujeta a la idea de acción en la que los héroes ven que algo les afecta y deciden actuar, utilizando como fuerza el impulso de la acción. La imagen movimiento es la imagen del cine clásico, en la que los conflictos se resuelven por la presencia de alguien que se propone liberar la situación del mal y actúa. En el caso de Edmund, en Germania Anno zero de Rossellini, se produce un hecho significativo ya que el protagonista observa una realidad que le afecta -Berlín en la inmediata posguerra- pero se siente impotente para poder actuar frente a una realidad que le supera. Para Deleuze, esta película, junto a la mayoría de obras clave del neorrealismo italiano, inaugura un cine de vidente, en el que la acción de ver se opone al modelo establecido por el cine de la acción. “Por más que el protagonista se mueva, corra y grite, la situación en la que se encuentra desborda por todas partes su capacidad motora, le hace ver y escuchar aquello que de derecho ya no se corresponde con una respuesta a una acción. Más que reaccionar, registra. Más que comprometerse a una acción, se abandona en una visión”. (1)

Esta presencia de un nuevo cine de sensaciones ópticas opuesto a la acción y abierto a la relación de extrañeza que se evidencia entre los individuos y las cosas, inaugura una actitud ética de compromiso del cine frente a la realidad histórica y explora un terreno insólito y nuevo en el contexto de la inmediata posguerra, definido por Serge Daney como el paisaje de la no-reconcilación política y estética. (2) Si en el terreno de la cultura resulta imposible, tal como sentenció Adorno, hacer poesía después de Auschwitz, en el cine tampoco se puede continuar mostrando la ilusión después de haber tomado conciencia de la barbarie.

De igual manera que en el pensamiento, resulta imposible en el terreno del cine establecer una reconciliación entre los cineastas -hijos de un tiempo de crisis- y lo visible. Después de la Segunda Guerra Mundial dejó de existir la posible armonía entre los seres y las cosas, entre los individuos y el mundo. El compromiso del cineasta frente a la no-reconcilación abrirá, a partir del neorrealismo, las puertas de una modernidad que se opone al clasicismo. Fabrice Revault Allones cree que, después del año cero anunciado por Rossellini, se abre en el cine una grieta fundamental ya que “los vínculos que unían al hombre con el mundo se rompen, ya no es posible encontrar ninguna evidencia. Es imposible capturar el mundo o dejarse capturar por él, ya que éste ha dejado de comunicar, ya no existe comunicación entre uno mismo y los otros, entre uno mismo y uno mismo”.(3) El término inevidencia, utilizado por Roland Barthes, caracteriza el nuevo paisaje abierto tras la posguerra y que se ha ido prolongando a lo largo de la historia hasta este final de siglo, en el que el cine ha empezado a hablar tímidamente de reconciliación, de otras formas de armonía y de una necesidad urgente de superación de los conflictos heredados de la experiencia de la alteridad. ¿Cuál es la actitud ética que han adoptado los cineastas frente a la inevidencia del siglo?

2. ¿Qué es un cineasta?

Para contestar con cierta comodidad todas estas cuestiones, podemos exigirnos un cierto rigor conceptual y comenzar nuestro recorrido definiendo qué es lo que entendemos por cineasta. La cuestión no ninguna obviedad ya que no podemos entender como cineasta únicamente a aquella persona que se dedica profesionalmente a hacer películas. Actualmente, tras la idea de hacer películas y la idea de profesional se esconden numerosas contradicciones. La primera contradicción puede ser de carácter terminológico y estar condicionada por la categoría artística que queramos otorgar al cine. Desde una cierta herencia romántica, certificada en los años sesenta por los cineastas de la Nouvelle Vague francesa y su política de autores, el cineasta como autor es aquel que domina el arte del cine e imprime su personalidad a los productos que elabora. La figura del autor, por tanto, adquiere una cierta transcendencia como figura pública capaz de realizar las grandes obras que formarán parte del canon cinematográfico.

Para fijar una definición práctica de lo que entendemos por cineasta y poder contemplar cuál es su postura ética, el paso fundamental que hay que llevar a cabo consiste en establecer un proceso de “desacralización” del cine. Hay que dejar de ver el cine únicamente como un arte y empezar a entender que el estatuto de “arte” no es imprescindible para que el cine pueda mantener una existencia saludable, sino todo lo contrario. El cine es, sobre todo, un medio de expresión con imágenes y el cineasta debe ser considerado un artesano de este medio de expresión. Que, de vez en cuando, este medio de expresión proporcione obras que puedan provocar un impacto estético, y que podemos llegar a calificar como arte, no nos ha de preocupar. El cine no ha de imponerse, como creen obsesivamente algunos críticos, la misión de crear periódicamente algunas obras maestras sin que antes hallamos reflexionado sobre qué quiere decir una obra maestra y cuáles son los atributos que deciden que una determinada obra artística puede ser considerada como obra maestra. La rendibilidad cultural del cine no ha de venir dada forzosamente, tal como se ha creído y se continua creyendo, por la asignación de un espacio privilegiado en el canon de las artes, ni debe estar determinada por su reconocimiento intelectual o académico. Su rendibilidad debe determinarse por la posición que el cine pueda llegar a ocupar respecto a la historia y por su capacidad para llegar a convertirse en un vehículo capaz de generar pensamiento.

Para articular mejor una posible definición de lo que podemos llegar a entender como cineasta, podemos tomar prestada la definición que establecía Jean Claude Biette en un sugerente artículo sobre el tema. Para el analista francés, un cineasta es “aquel que expresa un punto de vista sobre el mundo y sobre en el cine en el acto de hacer su film”. (4) La definición nos puede resultar útil ya que propone la posibilidad de un doble movimiento. Por un lado, el cineasta es quien vela para que podamos llegar a mantener una percepción particular de la realidad que esté absolutamente relacionada con su contemporaneidad y que exprese un claro compromiso con la lógica del tiempo. Sin embargo, ese cineasta no puede quedarse como un simple observador objetivo de la realidad o como un simple constructor de historias que, a través de un relato y de un trabajo de puesta en escena, afirmen sus preocupaciones personales en el marco de los problemas de su tiempo. El cineasta moderno debe tener un elevado grado de autoconciencia ante su propio mundo y no puede mantener una actitud inocente frente al propio medio de expresión. El cineasta se encuentra en la obligación de exponer cuál es su punto de vista sobre la práctica fílmica que lleva a cabo. Este proceso de autoconciencia sólo es posible mediante el conocimiento profundo del medio de expresión. Este conocimiento no puede pasar, tal como pretenden las escuelas de cine, por el dominio de la técnica sino por la conciencia histórica del camino que ha seguido el propio medio. El conocimiento del medio debe ir acompañado de una preocupación que permita comprender los cimientos teóricos de la cultura en la que se inscribe el acto creativo del cineasta. La actitud autorreflexiva debe hacerse evidente en las propias obras, las cuales no han de generar un proceso ilusionista que haga creer que el cine pone en escena el mundo de forma transparente, sino que han de poner en evidencia la reflexión como cosa inherente al acto de filmación.

Tomando como base la definición de Jean Claude Biette, podemos concluir que la verdadera actitud ética del cineasta sólo puede llegar a surgir partiendo de dos premisas básicas: la implicación con la realidad y la reflexión sobre los límites formales del propio medio de expresión.

3. Mostrar el horror

Theodor Adorno y Max Horkheimer publicaron en los Estados Unidos, donde se encontraban exiliados en 1944, con el título de Fragmentos filosóficos, una obra que daría paso, tres años después, a Dialéctica del iluminismo, un libro que no conseguiría ocupar espacio en el debate filosófico hasta los años sesenta, cuando empezó a ser considerado como una lúcida reflexión sobre los excesos del proyecto ilustrado y sobre la forma en que la idea de modernidad, que surge de la ilustración, entra en crisis desde el momento en que entra en contacto con los elementos de la barbarie que han anunciado los límites del concepto de progreso. En la parte final de Dialéctica del iluminismo, en un capítulo titulado “Apuntes y esbozos”, se pueden leer algunas lúcidas reflexiones escritas en 1944, antes del final de la guerra, sobre el nazismo y la toma de conciencia frente a la barbarie: “En Alemania el fascismo ha vencido con una ideología groseramente xenófoba, anticultural y colectivista. Ahora que devasta la tierra los pueblos deben combatirlo; no hay otro remedio. Pero no está dicho que cuando todo termine deba difundirse por Europa un aire de libertad, no está dicho que sus naciones puedan convertirse en menos xenófobas, anticulturales y pseudocolectivistas que el fascismo del que han debido defenderse. La derrota no interrumpe necesariamente el movimiento del alud” (5) ¿Cómo pudo combatir el cine de la inmediata posguerra el alud de barbarie que había inundado Europa? ¿De qué armas disponía?

Roma, città aperta de Roberto Rossellini fue concebida inicialmente con el título Storie di ieri -Historias del ayer- y debía rememorar una serie de hechos reales que tuvieron lugar en los años de la ocupación, que asumían la función de convertirse en verdaderos símbolos de hasta donde podía llegar la ignominia nazi. Roma, città aperta es, no obstante, una película que estremeció los límites que el cine se había marcado en el campo de la ética. Y ello porque su gran reto consistió en plantearse, sin ningún miedo, cómo mostrar el horror.

Uno de los momentos clave de Roma città aperta es una escena de tortura. Un oficial de la Gestapo somete a una serie de inhumanas humillaciones a un miembro de la resistencia comunista y hace escuchar sus gritos a un cura prisionero, convertido en símbolo de una cierta lucha cristiana que apoyaba la causa de la resistencia. Rossellini muestra frontalmente el horror y nos enseña el rostro desfigurado del líder de la resistencia. El cineasta contempla el horror sin subrayar sus efectos, considerándolo como un hecho perfectamente delimitado a una realidad histórica. El gesto acaba implicando la pérdida de la inocencia del cine frente a la crueldad del mundo real. Rossellini no puede esconder la verdad y ha de desvelar el horror para combatir aquella historia oficial que se había dedicado a esconder la realidad. Atreverse a contemplar frontalmente el horror supuso uno de los grandes avances morales del cine italiano de la inmediata posguerra e inauguró una nueva forma política de entender el hecho cinematográfico.

El cineasta Víctor Erice, en una conferencia leída el año 1994 en Girona, en el marco del Centro Cultural de la Mercè, evocó la importancia fundamental de este momento: “La complicidad emocional, a flor de piel, que la película de Roberto Rossellini despertó entre la docena de privilegiados espectadores (sólo hemos de pensar en alguno de sus temas: la resistencia contra el fascismo, el compromiso entre católicos y comunistas, unidos en un frente común), nos impidió, quizás, percibir con claridad aquello que de verdad existía detrás de algunas -no todas- de sus imágenes más genuinas: la necesidad de mostrarlo todo, de no callar, que nos parecía unida a la noción de crueldad en la escena en la que el comunista Manfredi era torturado por un miembro de la Gestapo ante los ojos de un tercer personaje. Justamente allí donde un cineasta clásico hubiera utilizado, en el noventa por ciento de los casos, una elipsis, el director de Roma, città aperta no lo hacía. Rossellini no escondía a nuestra mirada el acto del horror; por eso, unos años después, se puede escribir que allí, en aquel preciso instante de Roma, città aperta, había nacido el cine moderno”.

¿Hasta dónde condujo en el cine aquella voluntad ética de mostrar el horror? En el año 1975, después de haber filmado los tres capítulos que integraban la trilogía de la vida, Pier Paolo Pasolini se propuso en Salò o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate de Sodoma, 1975) el reto de trasladar el universo del marqués de Sade a la República de Salò. El resultado fue una película extraña en la que Pasolini, el cineasta que creía que el cine no era más que la lengua escrita de la realidad, se proponía explorar los límites de la visibilidad fílmica. La película mostraba un grupo de nazis que se dedicaban, con exquisita complacencia, a contemplar el proceso de degradación al que eran sometidos una serie de jóvenes obligados a comportarse como esclavos con el objetivo de avivar el placer sadomasoquista, especialmente orientado hacia la dimensión más voyeurista, de sus patronos. Pasolini no sólo mostraba la tortura frontalmente sino que se atrevía a mostrar la humillación sexual, acompañada del proceso de destrucción del alguno de los valores éticos fundamentales del ser humano. Pasolini había llevado al cine a un callejón sin salida ya que después de la experiencia de Salò nunca más otro cineasta volvería a ir tan lejos.

Pocos días después del estreno de Salò, Pasolini fue entrevistado en la RAI por el periodista Furio Colombo. El título de la entrevista, sugerido por el propio Pasolini, era premonitorio: “Estamos todos en peligro”. Pasolini recordó que los individuos que realmente habían pasado a la historia eran aquellos que habían aprendido a decir no. Para Pasolini, la Italia de los años setenta, que había puesto en evidencia los primeros síntomas derivados de los excesos del milagro económico, había entrado en una profunda crisis. El drama del mundo se definía para el cineasta en los siguientes términos: “La tragedia es que ya no hay seres humanos, hay extrañas máquinas que chocan las unas con las otras. Y nosotros, los intelectuales, cogemos el horario de trenes del año pasado o de hace diez años, y después decimos: pero qué extraño; si estos dos trenes no pasan por allí”. (6) La entrevista fue el último acto público de Pasolini. A la mañana siguiente, 2 de Noviembre, su cuerpo desfigurado fue encontrado sin vida en la playa de Óstia. ¿Qué valor simbólico tuvo la muerte de Pasolini? ¿No era su cadáver el cadáver de una modernidad que se quería muerta y enterrada?

4. Mostrar la denegación

En Francia, Jean Renoir, que durante la época del Frente Popular se había convertido en uno de los cineastas más comprometidos con la situación política y que después del fracaso de la política de Leon Blum se sintió desconcertado y amargado por el destino que iban adquiriendo las diferentes ilusiones de cambio social, decidió rodar, en el año 1939, La regla del juego (La règle du jeu), una de las radiografías más incisivas que se han llevado a cabo sobre el estado de desconcierto moral que reinaba en la Europa de antes de la guerra. El objetivo de Renoir consistía en contemplar los juegos estériles de una clase social condenada a la autodestrucción.

Para Jean Renoir, la estrategia no consistía en mostrar los numerosos peligros que amenazaban la sociedad, encarando frontalmente la situación política de la época, sino reflexionar sobre una Europa a punto de caer en la barbarie mediante la observación de una serie de personajes que se entretenían bailando -como si nada pasara- cerca del cráter de un volcán que está a punto de entrar en erupción. La actitud de Renoir ante los hechos históricos no consistía en mostrar el compromiso, ni en describir el horror y sus efectos, sino en retratar la existencia de unos seres que niegan su presente, que se refugian en sus juegos estériles. En un estudio sobre La regla del juego, Francis Vanoye llama a esta actitud denegación: “Todos los personajes son seres estériles, sin futuro, condenados a una situación trágica, pero lo disimulan fingiendo que piensan en otras cosas: en la casera, en los autómatas y en el amor. Es lo que se llama denegación y que Renoir pone en evidencia mediante la coexistencia constante en el interior de su película de motivos de fiesta, placer y muerte”. (7) Mientras los autómatas que el Marqués de la Chesnaye ha coleccionado bailan al ritmo de un gran órgano, entre el público que asiste a la fiesta que ha organizado en su finca de La Colinière aparecen unos personajes disfrazados de esqueletos que también bailan, en medio de los aristócratas, pero bailan la danza de la muerte. La regla del juego acaba adquiriendo la forma de una “reflexión sobre la denegación como origen del mal. Renoir describe una sociedad que con sus juegos estériles cierra los ojos a los peligros del fascismo”. (8)

¿Cuál era la situación política que negaban los aristócratas de La regla del juego?Jean Renoir empezó la película el mes de Septiembre de 1938. En aquel momento Francia y Gran Bretaña acababan de firmar los llamados acuerdos de Munich con Italia y Alemania. Estos acuerdos permitían a Hitler tomar posesión de una serie de territorios checoslovacos situados en la frontera alemana, fomentando así la política de expansión del Tercer Reich. Cuando la película fue estrenada, en septiembre de 1939, se decretó la movilización general en Francia, ya que había empezado la invasión alemana. El gobierno alemán no tardó mucho en ocupar Francia y en provocar la firma de los acuerdos de Vichy que regulaban una determinada forma política de colaboración con el fascismo. La regla del juego se estrenó cuando en Europa acababa de estallar el polvorín de la guerra. La película fue un fracaso; nadie hizo caso de sus insinuaciones y su verdadera dimensión no fue reconocida hasta algunos años después de la guerra. Nadie creyó la ficción cinematográfica, nadie creyó que aquella aristocracia que bailaba la danza la muerte acabaría apoyando al gobierno de Vichy.

5. Mostrar la inevidencia

El 18 de agosto de 1950, Cesare Pavese escribió en su diario: “Cuanto más determinado y concreto es el dolor, más se debate el instinto de la vida y cae la idea de suicidio. Parecía fácil, al pensarlo. Y sin embargo, lo han hecho mujercitas. Se necesita humildad, no orgullo. Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”. (9) Con este texto, Pavese clausuró las notas dispersas que marcaban un itinerario autobiográfico que arrancaba un 6 de octubre de 1935 y acababa con la constatación de su propio suicidio.

La muerte de Cesare Pavese tuvo lugar en una Italia que había surgido de la oscuridad y del régimen de corrupción de la inmediata posguerra para empezar a forjar un camino hacia las promesas de la sociedad del bienestar. Pavese, sin embargo, no pudo superar la angustia interior. Las promesas de transformación económica que surgieron en su país no hicieron más que afianzar el sentimiento de vacío y la constatación de que se había abierto una vía que acabaría conduciendo de la miseria física -la pobreza de la posguerra- a la miseria moral -la alienación-. No deja de ser curioso que el suicidio tuviera fuerte presencia tanto en la literatura como en el cine italiano de los años cincuenta.

Aunque Michelangelo Antonioni sólo adaptó directamente el universo de Pavese en Le amiche (1955), podemos establecer un cierto paralelismo entre las dos poéticas. El cine de Antonioni parte de la constatación de que se ha producido una ruptura irreversible entre los seres y las cosas que impide toda posibilidad de armonía en el mundo contemporáneo. El cineasta debe mostrar esta inevidencia, reflejando la trayectoria de unos seres condenados a una errancia sin destino prefijado.

La mostración de la inevidencia como reflejo de la profunda crisis moral que se sufría en la Europa de la época aparece en Il Grido (1957) de Michelangelo Antonioni, el único film de la obra del cineasta que transcurre en un ambiente marcadamente proletario. Al principio de la película una ruptura amorosa obliga a Aldo, el protagonista, a llevar a cabo un viaje errante por diversos lugares del valle del Po. A primera vista, los elementos iconográficos que muestran el paseo de Aldo no parecen encontrarse demasiado lejos de los de Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) de Vittorio De Sica. Aldo es un trabajador desclasado que deambula en busca de una incierta felicidad. Entre la sociología de la cotidianidad descrita por De Sica y el film de Antonioni existe, no obstante, una barrera difícil de superar ya que la crisis de Aldo no es una crisis social -como la del trabajador sin bicicleta- sino una crisis interior dado que es un obrero que no puede amar, que no puede comunicarse con el otro y que no encuentra ningún sentido a los elementos constitutivos de su entorno. A pesar de ser un obrero, Aldo ya no espera nada de ningún cambio social, lo único que cuenta son sus sentimientos individuales. Aldo ha perdido sus raíces porque el mundo ha perdido su evidencia. No existe adecuación posible entre aquello que existe, lo que Aldo es y lo que el mundo aparenta querer ser. Il Grido acaba con el suicidio de Aldo y con la constatación de que frente a la desesperación sólo queda la fuerza del grito.

Antonioni mostró cómo se opera una mutación importante dentro de una Europa que en los años cincuenta continuaba profundamente marcada por el peso de las principales ortodoxias. La mutación consistía en la forma en la que la crisis se había desplazado desde el exterior hacia el interior. El año 1955, el escritor Italo Calvino ya describió las características esenciales de esta mutación: “En esta nueva situación, la representación de las transformaciones del mundo exterior va perdiendo interés: es la interioridad la que domina el nuevo paisaje. El hombre de la segunda revolución industrial se dirige hacia la única parte no programada del universo: la interioridad, el self, la relación no mediatizada entre la totalidad y el yo”. (10) Si el horror había ido del exterior hacia el interior, la actitud ética del cineasta de los años cincuenta consistía en mostrar los efectos de esta crisis interior, la manera en que se hacía visible en el rostro y la conducta. No es ninguna casualidad que la pregunta clave que se planteó Antonioni en este período fuera: ¿Qué significa mirar cuando se han roto los lazos que nos unen con el mundo?

6. La ética reside en la forma

El mes de junio de 1961, en el número 120 de la revista Cahiers du Cinéma, Jacques Rivette publicaba, con el significativo título “De l’abjection”, una crítica de la película Kapo (1960) de Gillo Pontecorvo. La película se había planteado como una obra progresista, hecha desde unos postulados marcadamente de izquierdas, que incidía en el problema de los campos de concentración. Jacques Rivette denunció la película en los siguientes términos: “Mirad en Kapo, el plano en el que Emmanuelle Riva se suicida lanzándose sobre las alambradas electrificadas: el hombre que decide en estel momento hacer un travelling hacia adelante para reencuardar el cadáver en contrapicado, procurando inscribir exactamente la mano levantada de éste en un ángulo de su encuadre final, sólo tiene derecho al más profundo desprecio... Hay cosas que no pueden abordarse más que con temor y un sincero escalofrío; la muerte es una de ellas, sin duda. ¿Cómo no sentirse impostor en el momento de filmar algo tan misterioso? Más valdría en todo caso plantearse la cuestión e incluir de algun modo esta interrogación sobre la postura moral del realizador”. (11)

Jacques Rivette consideraba que un simple travelling hacia delante con la finalidad de resaltar el efecto dramático del acto de morir para buscar una determinada belleza estandarizada capaz de llegar a conmover al espectador no era más que un abuso de la forma que ponía en cuestión la moralidad del punto de vista del realizador. La abyección consistía en el subrayado, en no saber mantener la distancia, en forzar, utilizando los recursos más estrafalarios, la posición afectiva del espectador frente a una expresión en imágenes de la barbarie. Rivette acaba constatando que en el cine los temas nacen libres y que lo que realmente cuenta es el tono, el acento que quiere utilizar el autor frente al tema tratado. Este acento no sólo se evidencia en la construcción de guión sino básicamente en el proceso de puesta en escena. No basta con que Kapo sea una película de izquierdas con mensaje, es necesario que muestre una actitud justa frente al tema.

Un año después, José Luis Guarner se hizo eco de la polémica aparecida en Cahiers du Cinéma en un artículo titulado “Las gafas de Parménides”. Guarner se adhería a la reflexión y denunciaba: “Nada más fácil que desenmascarar a los cineastas insinceros, a quienes tras una apariencia brillante de profundidad sólo buscan deslumbrar o impresionar al espectador sin reparar en los medios. No basta mostrar una fila de hombres y mujeres desnudos haciendo cola ante la entrada de una cámara de gas para lograr una denuncia válida contra el nazismo, como han creído los autores de Kapo”. (12)

La reflexión puede resultar sorprendente después de que buena parte del cine actual se haya articulado a partir de la voluntad manifiesta de buscar formas expresivas de exaltación del famoso travelling de Kapo sin que en ningún momento exista un debate sobre la moralidad de la forma de las imágenes. Las filas de seres humanos desnudos dispuestos a entrar en las cámaras de gas se convirtieron en uno de los principales puntos de referencia iconográfica de una película oscarizada, La lista de Schlinder (The Shlinder’s list, 1994) de Steven Spielberg. En esta ocasión, el cineasta americano decidió no imponerse límites morales y reconstruyó la solución final, el momento en que las víctimas son gaseadas y exterminadas. Spielberg, sin embargo, se cubrió las espaldas y ofreció una imagen del holocausto en blanco y negro. Su decisión, no obstante, no estuvo condicionada por un simple efecto estético, sino por un deseo de llevar a cabo un acto de simulacro. El holocausto fue reconstruido como ficción, tomando como base la estética de las imágenes documentales. En este caso, como en buena parte de los productos de la posmodernidad, el problema no consistía en la propia retórica de las imágenes sino en la forma como los audiovisuales sustituyen y camuflan el mundo.

A partir de la escena de tortura de Roma, città aperta se perdió la conciencia de que el cine moderno era cruel y que el espectador debía aceptar esta crueldad mirando, si era necesario, de cara al horror. La cultura de la posmodernidad se ha caracterizado por el exceso; la observación del horror ha pasado a transformar la sangre en un grand guignol, el sufrimiento humano en simple parodia. Cerca de cincuenta años después de que Rossellini mostrara las torturas del nazismo, Quentin Tarantino abandonó su trabajo en un videoclub para debutar en la dirección cinematográfica con la puesta en escena de un acto de tortura. En Reservoir dogs (1992), un grupo de mafiosos tortura a un policía que han tomado como rehén en el curso de un atraco. La víctima está atada a una silla, la golpean, le cortan un trozo de oreja y rocían todo su cuerpo de gasolina. Tarantino muestra toda la escena de tortura pero, en este caso, el efecto que produce la mostración del horror es el de la diversión. La crueldad no tiene límites, el sufrimiento de las víctimas no cuenta, todo forma parte de un gran chiste visual que pretende reevaluar la importancia del entretenimiento. ¿Por qué en la cultura de la posmodernidad la mostración desemboca en el exceso? ¿No será que después de habernos acostumbrado a comer diariamente acompañados de imágenes de horror provenientes de una televisión hemos devenido insensibles al sufrimiento de los otros? La nueva ética del cine quizás ya no consiste en la mostración sino en la elipsis, en dejar de explicitar la barbarie...

Serge Daney decidió recuperar la polémica sobre el travelling de Kapo en los años ochenta y, a la manera de José Luis Guarner, realizar un ejercicio de revisión de la función de la crítica. Después de examinar cómo en el terreno audiovisual habíamos acabado sufriendo una mutación que nos había conducido desde el mundo -el cine- a la sociedad -la televisión- con el objetivo de examinar nuestros desperdicios, Daney acababa insistiendo en la importancia que para la crítica puede continuar teniendo la creencia firme en que la moralidad cinematográfica se pone siempre de manifiesto en el buen uso de la forma, de los recursos de puesta en escena. Daney reconocía que si algo había aprendido en el ejercicio de su oficio eso era la creencia de que se debe “tener en cuenta que la esfera de lo visible ha dejado de estar enteramente disponible, que hay ausencias y huecos, imágenes que faltarán siempre y miradas para siempre insuficientes”. (13) Quizás, la verdadera ética del cine consiste en el respeto hacia aquellas áreas de visibilidad que no están disponibles, en no querer verlo todo y no forzar la imagen de aquello que no quiere -o no necesita- dejarse ver.

Notas

(1) Deleuze, Gilles. La imagen tiempo. Estudios sobre cine 2. Barcelona: Paidós, 1987.

(2) Daney, Serge. La Rampe. París: Cahiers du cinéma/Gallimard, 1996. Pág.79.

(3) Revault d’Allones, Fabrice. Pour le cinéma moderne. Du lien de l’Art au Monde. Petit traité à l’usage de ceux qui ont perdu tout repère. Bruselas: Yellow Now, 1994.

4) Jean Claude Biette, “Qu’est-ce qu’un cinéaste?”. En: Traffic, 18. primavera 1996. Pág. 8.

5) Horkheimer, Max; Adorno, Theodor W. Dialéctica del iluminismo. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1987.

(6) Pasolini, Pier Paolo. “Estamos todos en peligro”. Texto reproducido en el libro: Naldini, Nico. Pier Paolo Pasolini. Barcelona: Circe, 1992. Pág.373.

7) Vanoye, Francis. La règle du jeu. París: Nathan, 1989. Pág. 64-65.

8) Quintana, Àngel. Jean Renoir. Madrid: Cátedra, 1998. Pág. 177.

(9) Pavese. Cesare. El oficio de vivir/El oficio de poeta. Barcelona: Bruguera/Alfaguara, 1979.

10) Calvino, Italo. “La sfida al laberinto”. En: Aristarco, Guido. Su Antonioni. Roma: La Zattera di Babele, 1988. Pág.155.

11) Rivette, Jacques. “De l’abjection”. Cahiers du cinéma, 126, diciembre de 1961, Pág.54-55.

(12) Guarner, José Luís. “Las gafas de Parménides. (Algunas reflexiones acerca de la crítica y su ejercicio)”. Film Ideal, 104, septiembre de 1962. El texto ha sido recuperado en el libro recopilatorio: Guarner, José Luís. Autoretrato del cronista. Barcelona: Anagrama, 1994. Pág: 67.

13) Daney, Serge. “Le travelling de Kapo”. Traffic, 4, otoño de 1992. Pág.11.

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Antonioni


Homenaje dedicado a Antonioni con ocasión de su muerte por Días de Cine:

Primera parte:



Segunda parte:


La muerte de la mirada:
Publicado por Alejandro Díaz en Miradas de Cine:


No soy un experto en el cine de Michelangelo Antonioni, ni siquiera he llegado a ver todas sus películas. Sin embargo, puedo decir que su desaparición me ha afectado de manera profunda. Quienes aún nos preocupábamos o pensábamos de cuando en cuando en él y en cómo sería su existencia actual (conscientes de que desde que en 1985 sufriese un ataque era incapaz de caminar o hablar) sabíamos que era cuestión de tiempo que llegase ese día, pero uno siempre mantiene la esperanza (estúpida, pero supongo que netamente humana) de que las cosas sigan así indefinidamente, con el autor de Blowup (1966) respirando aún en alguna parte del planeta y, sobre todo, viendo la transformación del mundo a su alrededor. Y ese día llegó el pasado 30 de julio. Las reacciones no se hicieron esperar, y muchos informativos televisivos dedicaron los minutos de rigor a resaltar su figura y algunas de sus películas, añadiendo las cuatro vaguedades y generalizaciones habituales: la muerte de un maestro, la importancia de su obra, sus películas más “exitosas”, etc. Aunque no tuve ocasión de comprobarlo, supongo que alguna cadena de televisión pública habrá, con suerte, emitido alguna de sus obras como “homenaje” y después, como siempre, el vacío. El silencio más absoluto. Con todo, estoy seguro de que en este caso habrá muchas personas que, como es mi caso, hayan sentido su muerte de una forma íntima, personal.

Días después de la noticia me encontraba caminando sin rumbo fijo por una calle en la que las personas se entrecruzaban sin verse ni reconocerse, como fantasmas. Me puse a reflexionar sobre el cine de Antonioni y sentí una especie de vacío interior, de incapacidad para definir teóricamente (una obsesión que suele deparar pensamientos que no suelen conducir a alcanzar certeza alguna) qué era aquello que sus películas atesoraban y que me parecía tan valioso, que las hacía tan sutiles y delicadas como misteriosas y trascendentales. Sentí entones la necesidad de buscar información, comentarios de otras personas que me ayudasen a entender qué significaba Antonioni para nosotros, sus admiradores. Una tarea ciertamente dificultosa, porque escribir sobre un cineasta de estas características es una empresa titánica, inabarcable y que sin duda requeriría una serie de acercamientos tangenciales en busca de algunas revelaciones sobre su cine. Recurrí a interNET y encontré un buen número de apreciables testimonios de personas que se mostraban afectadas por su muerte, pero apenas pude encontrar trabajos analíticos que llenasen mi vacío. Sin embargo, entre todas las aportaciones que pasaron ante mis ojos hubo una, firmada por el compañero Santiago Gallego, que me interesó especialmente. En unas breves pero emocionantes líneas dedicadas a Antonioni, destacaba lo siguiente:

«La “rehabilitación" de Antonioni tras el desierto de los 80-90 iba en camino, sobre todo tras ver lo que el mejor cine contemporáneo de autor le debe a este genio que convirtió a la pareja (esa nueva pareja nacida del vacío postatómico, los vertederos de la sociedad industrial y de ese universo generado por el choque de unos átomos y no por la mano de Dios) su soledad y su deriva en el centro de buena parte de sus mejores obras.»

En este fragmento, Gallego hace hincapié en la importancia de Antonioni como modelo para algunos de los cineastas más interesantes de la contemporaneidad, algo que ha sido también vindicado desde hace mucho tiempo por diversas voces. Pero lo que más me impactó de sus palabras fue la referencia al modelo ontológico atomista (defendido por Leucipo de Mileto y Demócrito de Abdera —siglos V y IV a. C.—) según el cual en la realidad no todo está conectado con todo, ni puede estarlo, sino que todo es fruto de choques aleatorios de partículas en el caos, sin ninguna ordenación divina que les dote de un sentido teleológico, de un objetivo determinado. ¿No es ese un buen modelo para explicar el incomprensible mundo de fantasmas en el que nos movemos? ¿Es posible que Antonioni fuese, en realidad, y con toda la modestia del mundo, uno de los grandes continuadores de semejantes tradiciones de pensamiento? El texto de Gallego concluye de este modo:

«(...) Aún no disfrutaba de toda la admiración que merecía y que, sin duda, se había ganado a pulso por intuición, por visión, por saber ver a dónde íbamos nosotros y a dónde debía dirigirse el cine que quisiera acompañarnos y hablar de lo que nos estaba ocurriendo como individuos, como pareja, por ser también uno de los primeros directores auténtica y verdaderamente moderno, por ser tan generoso y abrir tantos caminos.»

Efectivamente, Antonioni —junto a colaboradores tan destacables como el guionista Tonino Guerra— recoge muy tempranamente y con envidiable lucidez una serie de postulados milenarios para orientarlos directamente hacia el futuro que se abrió ante el ser humano una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial. Una era en la que los acontecimientos que nos rodean sólo pueden explicarse mediante la conjugación de fragmentos, de restos culturales, como ha demostrado sobradamente el trabajo de Jean-Luc Godard, particularmente sus inagotables Histoire(s) du cinéma (1989-1998). Pero, ¿qué es lo que define y diferencia este nuevo mundo que surge a mediados del siglo XX? En un imprescindible artículo titulado "La ética del cineasta ante la inevidencia de los tiempos", Àngel Quintana recoge una expresión original de Roland Barthes (la "inevidencia" mencionada en el título) para referirse precisamente a las nuevas relaciones de las personas con sus entornos y el resto de seres humanos, para designar al «nuevo paisaje abierto tras la posguerra y que se ha ido prolongando a lo largo de la historia». Con objeto de tratar de acotar un poco más en qué consiste, desde una perspectiva artística, este nuevo estatus del desarrollo humano a través del tiempo, Quintana recurre a las siguientes palabras de Fabrice Revault Allones: «Los vínculos que unían al hombre con el mundo se rompen, ya no es posible encontrar ninguna evidencia. Es imposible capturar el mundo o dejarse capturar por él, ya que éste ha dejado de comunicar, ya no existe comunicación entre uno mismo y los otros, entre uno mismo y uno mismo».

Rebuscando en mi memoria alguna imagen del cine de Michelangelo Antonioni, apenas logro entrever el enigmático rostro y el frágil cuerpo de la actriz Monica Vitti. No sé muy bien si se trata de la Valentina de La notte (1961), la Vittoria de L'Eclisse (1962) o la Giuliana de Il deserto rosso (1964), pues hay siempre una cierta indefinición a la hora de recordar las imágenes de las películas de Antonioni, que nunca ofrecen estampas míti(fi)c(ad)as (al estilo, para entendernos, de Anita Ekberg bañándose en La dolce vita -1960-). Lo que sí puede uno reconstruir son las sensaciones de desazón, de inconexión con los espacios, de angustia existencial de unos seres que han sido vaciados por dentro y rodeados de objetos que nunca pueden llegar a llenarles. Forzosamente testigo, por fecha de nacimiento, del comienzo de la post-historia, Antonioni nos ha llevado de la mano a través del vacío sin hacer denuncias, desde dentro, escrutando luces y texturas o moldeando los contornos de este mundo inaprensible. E incluso puede que nos halla enseñado algunas maneras de sobrevivir en él sin sucumbir ante sus presiones, o incluso de disfrutar de una mirada confortable frente al caos. En sus últimas películas ha seguido desarrollando su trabajo en la medida de lo posible, siempre en silencio. El mismo que nos deja su no por anunciada menos lamentable muerte.

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miércoles, 30 de abril de 2008

El marido de la peluquera (1990)









"Abrázame fuerte que no pueda respirar, tengo miedo de que un dia ya no quiera bailar conmigo nunca más" (De la canción "El marido de la peluquera" de Pedro Guerra)

Patrice Leconte
DIRECTOR

Patrice Leconte nació en París en 1947. Comenzó su carrera dirigiendo cortometrajes de animación, en paralelo con colaboraciones para periódicos como escritor y dibujante. Debutó como director de largometrajes con Les vécés étaient fermés de l'interieur (1976). Más tarde, el equipo de Splendid le encargó llevar a la pantalla su obra de teatro Amours, coquillages et crustacés, adaptada con el título de Les bronzés (1978). El gran éxito comercial conllevó la realización de la secuela titulada Les bronzés font du ski (1979). Animado por los éxitos anteriores escribió tres comedias más, protagonizadas por Michel Blanc. Después, cambió la comedia por el género de aventuras para dirigir Golpe de especialistas (1985). Desde entonces, Leconte alternó los géneros voluntariamente. En 1987, estrenó Tandem, una comedia intimista, y, seguidamente, dirigió el thriller Monsieur Hire (1989). Más tarde fue candidato al premio César por El marido de la peluquera (1990), un filme que consiguió una distribución a nivel mundial avalada por el éxito en su país. Durante toda la década de los noventa alternó el drama en El perfume de Yvonne (1994), con la comedia en Ridicule: nadie está a salvo (1996), propuesta para el Oscar, y con el género de aventuras en La chica del puente (1999). Entre sus últimos éxitos destacan: el drama La viuda de Saint-Pierre (2000), candidata al Globo de Oro y El hombre del tren (2002), ganadora del premio del público en Venecia.

La película:

Sinopsis:
Antoine es un hombre obsesionado por las peluqueras desde muy niño, cuando frecuentaba la peluquería local atraído por la bella mujer que la atendía, y seducido por la sugestiva forma en que esta mujer se le acercaba, su amabilidad y su voz dulce y pausada. Se imaginaba que su marido, probablemente, sería el hombre más afortunado y feliz del mundo. Desde ese momento, se hizo la promesa de que algún día se casaría con la peluquera. Muchos años después, ha perdido el contacto con aquel amor de su infancia, pero descubrirá a una mujer similar, Mathilde, de la que se enamora tras un corte de pelo. Poco tiempo después se casan y ella se convierte en su confidente, amante y en el estímulo que le mantiene vivo. Su vida parece ir tranquila hasta que aparecen los primeros problemas.

Frases:

Antoine (Jean Rochefort) tiene un sueño desde los albores de su juventud «… aunque ella no lo sabía Madame Sheaffer ya era mía. Su cuerpo, su aroma me pertenecía. Yo había vencido: un día llegaría a ser el marido de una peluquera», y la consecución del mismo depende de algo tan sencillo y tan complicado como lo que su padre le decía «Mi padre siempre se quejaba de lo simple que era su vida. Si deseabas algo o a alguien con la suficiente fuerza, siempre podías conseguirlo» y así se pasa más de media vida buscando, por momentos olvidando, pero siempre seguro de que en algún momento lo conseguirá. Y un día al entrar en una peluquería «…Mathilde olía de un modo muy sutil. Era bien diferente al perfume de Madame Sheaffer, pero a la vez mucho más delicado. Nunca había olido nada parecido antes: cuando sentía su aliento en la nuca, me hacía temblar». La espera ha merecido la pena, todo cambia de color en ese momento e incluso los fantasmas eróticos de la infancia se subliman al tiempo que se exorcizan los recuerdos de la niñez «…mi madre nos había tejido a mi hermano y a mi un par de bañadores de lana con los pompones rojos a cada lado que debían asemejarse a unas cerezas. Lo que en realidad me molestaba no era tanto la estupidez de esos adornos frutales como el hecho de que nunca se secarán del todo».

Y esa peluquera (Anna Galiena), su peluquera, creada en lo más profundo de su mente va tomando cuerpo y todo su mundo pasa a ser de los dos, tan pequeño y al segundo el más grande «…lo maravilloso de Mathilde es que nada le llega a molestar jamás. Es como si de una vez por todas hubiera decidido tomar sólo lo bueno de la vida. Los días van pasando, uno tras otro, como por arte de magia».

Los días van pasando como por arte de magia y…

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domingo, 6 de abril de 2008

Comentario sobre El hombre elefante

El hombre elefante es una de esas películas que te golpean una y otra vez sin parar hasta que se terminan, sin embargo ésta es diferente a cualquiera de las demás, quizá sea su perfecta fotografía, o quizá sea la bondad del protagonista, pero lo cierto es que la historia atrapa, te hace sentir un testigo real de lo que le ocurre a John Merrick hasta el final.

Anthony Hopkins en los inicios de su carrera interpretativa derrama las lágrimas más creíbles de toda su filmografía, y el resto del reparto borda sus respectivas interpretaciones, incluso John Hurt, bajo todo ese maquillaje que le hacía irreconocible y casi inexpresivo logró mostrar sentimientos con simples miradas.

Pienso que la película tiene influencias importantes, desde el expresionismo alemán hasta el onirismo surrealista de Buñuel. El inicio de la película, ese paseo por la feria, el feriante "propietario" de John Merrick, me parecieron homenajes a "El gabinete del doctor Caligari"; y lo que parecen ser sueños, las escenas en las que aparece la madre de John Merrick siendo atacadas por un elefante me parece una influencia clara de los sueños que Buñuel incluía en sus películas, ahora mismo como ejemplo recuerdo el sueño de Pedro en la película "Los olvidados", me pareció una conexión clara entre Buñuel y Lynch.

Es una pena que Lynch últimamente se esté dedicando a "prodigar" su surrealismo, porque si hiciera más películas como ésta, llegaría a ser mucho más grande y ya no sólo se le reconocería como un gran director de la época, sino como un grande de la historia; talento no le falta.
Luis Machín

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domingo, 23 de marzo de 2008

El hombre elefante (The Elephant Man 1980)






El viernes 28 de marzo en Aula de cine proyectamos El hombre elefante.

Comentada por José David Cáceres en Miradas de cine:


La perversidad humana:

«Mi cabeza mide 88 cm. de circunferencia y tengo una amplia masa carnosa en la parte de atrás, grande como un tazón. La otra parte parece, digamos, valles y montañas, todos amontonados, mientras que mi cara tiene un aspecto que nadie quisiera describir. Mi mano derecha posee casi el tamaño y la forma de una pata de elefante. El otro bazo y mano no son mayores que los de un niño de diez años, y están algo deformados...» (John Merrick, "El hombre elefante", 1862 - 1883).

La enfermedad -neurofibromatosis- que padeció John Merrick le convirtío en un monstruo para la mayoría de ojos, que llenos de una asquerosa morbosidad y/o curiosidad se acercaban a la feria en la que servía como otra más de sus atracciones y donde se podía leer, en los programas de mano para el público, la descripción que de si mismo hacia el joven deforme.

En 1980 el productor, guionista, director y actor Mel Brooks contrató, por mediación del productor Jonathan Sanger y de Stuart Cornfeld, socio de Brooks, a David Lynch para que realizara El hombre elefante, la adaptación a la pantalla de la vida de John Merrick, una producción plenamente instaurada en el seno de la industria propiamente dicha y alejada por completo de los mecanismos artesanales de produccion de su anterior film y ópera prima, Cabeza borradora (Eraserhead, 1976). La elección del director de Montana vino precedida por la impresión que le causó Eraserhead a Cornfeld. El guión lo reescribió Lynch junto a Eric Bergren y Christopher De Vore, con aportaciones del propio Brooks, según manifestará posteriormente el director. El rodaje tuvo lugar en Londres y en los estudios Lee International Film de Wembley durante unos tres meses. El film fue nominado con toda justicia a ocho Oscars de Hollywood: película, director, actor, guión, música, dirección artística, diseño de vestuario y montaje. Injustamente no se llevó ninguno. Brooks tras la ceremonia, en la que salió victoriosa Gente corriente (Ordinary People, 1980. Robert Redford), declaró: «dentro de diez años Gente corriente sólo será una pregunta más en el juego del Trivial Pursuit, mientras que El hombre elefante, será un film que la gente seguirá viendo con interés...». Acertó Mel Brooks, aunque se quedó corto, pues veintidos años después El hombre elefante sigue siendo un film memorable, donde la labor de todo un equipo logró una obra, si no maestra, cuando menos magnífica, y su director, el genial David Lynch, que ya demostrara ser un verdadero auteur mucho antes de que hiciera la maravillosa Una historia verdadera (The Straight Story, 1999), está completando una carrera extremadamente personal y excepcional, a años luz de la del simpático y carismático actor, pero mediocre director, que es Robert Redford.



La historia del pobre John Merrick rodada en un magistral blanco y negro de Freddie Francis -posterior colaborador de Lynch, en Dune (id, 1984) y Una historia verdadera- y con una admirable recreación del Londres victoriano, no es un biopic al uso, nada tiene que ver con este temible subgénero. Es el retrato de la monstruosidad del ser humano frente a lo desconocido o diferente, frente al monstruoso aspecto físico de un hombre condenado desde su nacimiento de forma implacable y cruel. También es una conmovedora historia sobre el deseo de ser amado y respetado. John Merrick, interpretado soberbiamente por John Hurt, es el catalizador de lo primero, y el ingenuo representante de lo segundo. Sin embargo, El hombre elefante, no se detiene en la descripción únicamente de Merrick, hay hueco para que aparezcan diversos personajes de diferente catadura moral, con fines opuestos en ocasiones, similares la mayoría, que permiten obtener varios puntos de vista sobre el fenómeno y que, en algunos casos, son fiel reflejo de la perversidad humana.

Frederick Treves (Anthony Hopkins) es un médico del London Hospital, que encuentra al "hombre elefante" en una feria al servicio del mezquino Bytes (magnífico Freddie Jones), que se refiere a él continuamente como "mi tesoro" y que lo expone al curioso público que pague la entrada. El Dr. Treves en principio sólo ve a Merrick como un caso extremo que le reportará cierto prestigio profesional y así lo presenta en una conferencia ante sus colegas (secuencia ésta cercana al cine fantástico: la presentación del paciente ante la comunidad científica recuerda a la de cualquier mad doctor que se vanagloria de su descubrimiento: la arrogancia del doctor se hace evidente en este momento). Treves consiguirá mantener en el hospital al paciente tras recogerlo de nuevo de los maltratos de Bytes y convencer a su superior de la importancia científica del caso, para poco a poco convertirlo en cierta manera en otra atracción, diferenciándose únicamente de Bytes en los métodos. El guardia de seguridad nocturno (Michael Elphnick) se convierte en otro ejemplo de la alarmante deshumanización del ser humano -en este caso en el ámbito de la ciudad industrializada-, de su notoria bajeza moral, pues se convierte en otro feriante que ofrece visitas a quien pague adecuadamente para ver al "monstruo", desvelándose su actitud también como una consecuencia de su monótona existencia. La actriz de teatro, la srta. Kendall (Anne Bancroft) visita al paciente llenándolo de incalculable placer emocional (cfr. un emocionado Merrick llora cuando ella le asegura que no es un monstruo sino un persona, tras escenificar un pasaje de "Romeo y Julieta"), pero en el fondo encierra un deseo vanidoso y morboso por parte de la actriz ante la curiosidad actual y también, probablemente, la búsqueda del favor del público, no siendo, en ese sentido, muy distinta del público que acudía a las representaciones en la feria de Bytes. La enfermera jefe (Wendy Hiller), no muestra ningún reparo en atender y cuidar al paciente como una excelente profesional, adviertiendo, sin embargo, a Treves de lo contraproducente de su estancia en el hospital y le pone sobre aviso ante lo que cree ella que es evidente: Merrick se ha convertido en mero espectáculo para un público más selecto. Los niños que acosan a Merrick en la estación de ferrocaril de Londrés, pues va completamente tapado, son otro ejemplo muy astuto de la crueladad del ser humano. Incluso la realeza aparece en el film, institución que ya de por sí es el paradigma de la falsedad y la apariencia, y que en el film es mostrada, acertadamente, de forma completamente distanciada, acorde con su propia existencia.

No obstante Lynch en ningún momento resulta maniqueo mostrando la ruindad de cada personaje negativo y la bondad del protagonista. Todos y cada uno de los representantes de la normalidad física son lo suficientemente ambiguos para parecer auténticos, identificando diferentes estamentos sociales y profesionales, pero evidenciando sus más oscuros intereses y/o deseos, en ocasiones, envueltos de las mejores intenciones.



En relación a esto, la descripcion de Treves no puede ser mejor, pues en un momento formidable su esposa le encuentra sentado en el salón pensativo, reflexionando sobre sus acciones, equiparándose de algún modo a Bytes. A pesar de que su mujer le asegura que no es así, él es plenamente consciente de lo qué ha hecho y propiciado (eso hace pensar la clausura de esta escena, con Treves inmutable en su silla, absorto aún en su lucha interior). El regreso de Merrick a Londres tras su secuestro por parte de Bytes mostrará los remordimientos de Treves de manera concisa y directa: nada más verle le abraza feliz de saber que está bien (1). Por su parte Bytes el, a priori personaje más negativo de la función, no lo es tanto si lo comparamos con el repelente y vulgar portero de noche: éste aprovecha una coyuntura para saciar sus deseso más horrendos y ganar un dinero extra, mientras que el feriente no parece saber buscarse la vida de otro modo. De igual modo las acciones fuertes del film son tratadas con inusual pericia y admirable concisión. John Merrick es víctima de agravios y vejaciones, pero éstas nunca son mostradas de forma altisonante cargando las tintas en los aspectos más efectistas o buscando un falso sentimentalismo (cfr. cuando Bytes le azota se muestra de forma esquiva manteniendo estático el encuadre; la secuencia con el guardia está cargada de una atmósfera extraña que proporciona un acertado tono pesadillesco...), ni al contrario, es decir, John Merrick llora por su madre o de su sorprendente felicidad, y éstos momentos emotivos y conmovedores duran lo justo (cfr. la lágrima que le cae cuando la srta. Kendall le dice que es una persona; la alegria que muestra ante la atención que le prestan en el hospital...).



David Lynch conjuga sabiamente drama y fantastique, dotando a El hombre elefante de una fuerza expresiva y emocional que le acerca al mundo de Tod Browning, director de la monumental La parada de los monstruos (Freaks, 1933), citada en la secuencia en al que Merrick huye de la feria con la inestimable ayuda de varios compañeros. Mas lo mejor de la propuesta es el trabajo de adueñamiento de Lynch, que lleva a su terreno estílistico la historia, extrayendo los aspectos más coincidentes con sus intereses artísticos, del personaje y su historia, y mostrando un extraordinario talento para poner todo ello en escena de manera concisa y hermosa. Enunciemos a continuación brevemente algunos ejemplos de todo esto: la utilización del sonido recuerda a Eraserhead, que muestra ese mundo industrializado y agobiante, y los planos que los acompañan de chimeneas y humo siempre mostrados mediante contrapicados (2), de trabajdores o maquinaria; la delicadeza de los movimientos de cámara se detienen en los gestos y las reacciones, sin enfatizar ni subrayar innecesariamente; la presencia de Merrick en la estación llena el encuadre de la misma extrañeza que invade a los transeúntes; las pesadillas, que ahogan el descanso de Merrick, tienen una formulación estética muy parecida a las de Eraserhead; en definitva la intrusión de lo extraño o diferente dentro de una normalidad siempre aparente, siempre superficial. No obstante uno sólo de estos y otros excelentes momentos, que contiene el film, se diferencia por su extrema unión de belleza y tristeza, por su portentosa caligrafía cinematográfica: es el final del film, el fin de John Merrick...



(*) El extracto de la descripcion de John Merrick, las decalraciones de Mel Brooks y la información del rodaje la he recogido del artículo de Antonio José Navarro "Cult Movie: El hombre elefante", aparecido en "Imágenes de actualidad" nº 188. Barcelona, enero, 2000; p 48.
(1) También se puede pensar que Treves esta feliz de tener de nuevo su ejemplar, pero dado el transcurso de la historia y la forma en que se produce el reencuentro me inclino a pensar por esta esperanzador arrebato, si bien el film, y el cine de Lynch en general, siempre a sido muy pesimista en cuanto a la naturaleza humana: ese algo que se agita bajo la superficie es muchas veces terrorífico.
(2) Lo expresa perfectamente Antonio José Navarro: «(...) Contrapone lo vertical -urbano, sinestro- a lo horizontal -rural, benévolo- realzados por el uso picados y contrapicados,y la profundidad de campo, respectivamente» En "La irresistible atracción del abismo", "Dirigido por" nº 186, Barcelona, diciembre, 1990; p. 38.

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lunes, 3 de marzo de 2008

Opinión sobre Ni uno menos

"Ni uno menos" se trata de una agradable sorpresa en todos los aspectos. Tan sencilla como a la vez compleja. Detrás de esa sencillez se esconden una serie de símbolos que leídos entre líneas hacen de algo sobrio y austero, algo magnífico, grande, con una gran voluntad que conmueve.

Encuentro parecidos razonables con "La trilogía de Apu", que comprende las películas "Pather Panchali", "Aparajito" y "El mundo de Apu", del director hindú Satyajit Ray. Encuentro que las películas más sencillas, naturales, mundanas, son las que más profundo llegan, tomo como ejemplo la propia "Ni uno menos", o a esta trilogía, e incluso se me ocurre "El sol del membrillo", de Víctor Erice, una película impresionante.

Por otra parte, creo que sería interesante una incursión en el cine de Lynch, ese surrealismo tan visceral y creativo, con películas como su ópera prima "Cabeza borradora", una siniestrísima película, pero muy recomendable, que narra la historia de un trabajador industrial que tiene un hijo con su novia, aunque en realidad, el niño no es un niño, sino un monstruo horrible...
Luis Miguel Machín

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sábado, 23 de febrero de 2008

Ni uno menos


El viernes 29 de febrero proyectamos en Aula de cine la película Ni uno menos.


Publicado por José Luis Hurtado en Miradas de cine:


Ni uno menos (Yi ge dou bu neng shao, 1999)

Un homenaje a la inocencia y la perseverancia:

Después de una filmografía convertida en linterna, que título tras título, trataba de alumbrar miradas hacia aquellos personajes y situaciones de una China tradicional, y por ello convertirse en un cronista reconocido y en el cineasta oriental más apreciado de occidente, Zhang Yimou se embarcó en ofrecer una visión de una China moderna y en parte desquiciada en su proceso de globalización, con Keep Cool.

Años antes, había ganado un León de Oro en Venecia, precisamente con una excepción en su filmografía, la irregular Qiu Ju un film que trataba de mostrar los contrastes entre la China campesina a caballo entre el comunismo ignorante y el feudalismo, y la China de la ciudad, moderna, incapaz y cruel para con sus habitantes rurales. Qiu Ju levantó ampollas entre los políticos del país, y aquello no le causó sino numerosos disgustos al director, quien además jamás se sintió orgulloso del resultado final, puesto que sostenía que su visión del mundo rural había resultado en demasía artificial y forzada, nada creíble. En aquel tiempo, en el 92, Gong Li, protagonizaba todas las películas del director, como compañera suya y musa que era, y siendo esa una gran actriz, parece ser que el director nunca llegó a aprobar del todo deficiencias en su interpretación como en el caso del acento a la hora de interpretar el personaje.

Es lógico pensar, que tiempo después el director intentara volver a recuperar esa ambición suya de plasmar un retrato lo más fiel posible de la China rural y de sus contrastes con las urbes receptoras de las migraciones que la paupérrima situación del campesinado chino producía.




Así pues, en 1999, se embarcó en la tarea de rodar Ni uno menos (por la que tiempo después ganaría otro “León de Oro”, paradojas de la vida) con la clara intención de superar los escollos en los que embarrancó Qiu Ju. Y para ello, prescindió de actores profesionales, y directamente eligió a personas que se encontraban ya en ese marco rural, caso de los dos jóvenes protagonistas, Wei Minzhi y Zhang Huike, que en la película se interpretan prácticamente a sí mismos (con los mismos nombres incluso).

Ni uno menos supone además como ya apuntaron numerosos críticos en su estreno, la traslación de Yimou del género melodramático hacia otros estilos que siguió cultivando a partir de esta película (la comedia chapliniana en Happy Times, las películas de espadachines en Hero…); y que en el caso que nos ocupa retoma las formas y temas de Rossellini, sobre todo en la segunda parte de la película. Y es curioso, porque parece que parte del cine oriental retoma en los últimos años el hilo de los neorrealistas, con películas que a veces incluso parecen “remakes” de films italianos de esa época, caso de La bicicleta de Pekín o de la propia El camino a casa, la siguiente película de Yimou, que aunque resulta mucho más melodramática que aquella que nos ocupa, compone una curiosa dualidad con esta Ni uno menos. De hecho parten de una planificación especular, ya que ambas tienen como marco la docencia en las zonas mas deprimidas de la china rural, pero, si en Ni uno menos es la gente del campo la que va a la ciudad para tomar conciencia de una determinada, en El camino a casa, es la gente de la ciudad, la que regresa a esas zonas rurales, para darse cuenta del estado deprimente de unas gentes y lugares, que se aferran a tradiciones, que nada tienen que ver con ese moderno comunismo que el partido en la ciudad propugna. El campo ha sido dejado de la mano de Dios, y el choque con la cultura y con el comunismo burocrático que imponen los alcaldes locales produce situaciones esperpénticas.

En realidad el campo chino se muestra como un lugar azotado por todos los huracanes del planeta, un sistema político que les desfavorece, el desprecio de los que gobiernan y viven comodamente en las ciudades, que hablan de ellos refiriéndose despectivamente como campesinos, y ya por si fuera poco, una globalización que se les escapa de las manos, y que por culpa de la televisión desean, pero a la que ni siquiera pueden aspirar, como se muestra en la magnífica escena de esos dos botes de Coca-Cola, compartidos como si en su interior contuvieran oro líquido.



A pesar de su carácter crítico, la película sin embargo pudo pasar la censura china (tras unos retoques que luego comentaremos), porque intencionadamente o no, en el fondo defiende parte del ideario chino comunista, basado en la solidaridad de todos (aquí se ve más la mano de la intervención gubernamental en la manufactura de la película) y en el ideario de servicio a los demás (pienso que esto de forma involuntaria).

La cuestión del servicio a los demás, porque Ni uno menos es también y ante todo, un hermoso poema a la vocación docente. Wei Minzhi la adolescente que de pronto tiene que hacerse cargo de una escuela con alumnos desde tres años hasta casi su misma edad, y a la que sólo le motiva la retribución económica que recibirá por su trabajo, emprende un viaje interior motivado por el miedo a perder su retribución extra (si uno solo de sus alumnos deja la escuela, el alcalde no le pagará un dinero extra que le promete por eliminar el absentismo) que acaba convirtiéndose en una búsqueda de su propia vocación de servicio a los demás. Cuando Wei vuelva al campo con Zhang habrá encontrado mucho más dentro de sí misma que un simple dinero, y se habrá convertido en un elemento activo y muy importante del núcleo social del que ella parte. Toda una lección para nuestros docentes, muchas veces introducidos en el mundo de la enseñanza por la imposibilidad de encontrar un empleo que les permita ganarse la vida de otro modo, y que en algunos casos como Wei consiguen de algún modo u otro encontrar algo que les hace tomar conciencia de su papel en la comunidad educativa y les hace amar su trabajo, y que en otros muchos casos, ejercen una tarea para la cual no están capacitados ni psicológica, ni anímicamente, y que terminan odiando, (cuantas estampas tiene uno que ver todos los años en esos institutos del mundo que recuerdan a esas primeras mañanas de Wei Minzhi a cargo de la escuela de la película).

Pues bien, ese servicio a la comunidad, como digo, no sé si intencionadamente o no (el tema vuelve a repetirse de nuevo en El camino a casa, cuando el hijo ha de reinterpretar el papel que su padre ha tenido como maestro de escuela en la comunidad rural que él un dia abandonó), es o forma parte de un ideario comunista que ajusta a cada individuo un papel activo en la sociedad, de entrega y servicio, el “ser útil a los demás”. La ciudadana Wei es por ello en el film, transformada de elemento pasivo y poco productivo, a elemento activo productivo dentro de su entorno.



El otro tema que defiende la película, es el de la solidaridad. Yimou no sé si obligado o no, hace una lectura positiva de la burocracia y contrapone dos figuras, la de la recepcionista impasible e inmisericorde que parece sacada de Qiu Ju y el del director de la televisión compasivo y solidario con la búsqueda de Wei. A partir de ahí, desconozco salvo los títulos finales de la película ensalzando la solidaridad, que es de la cosecha propia del director y que es de la cosecha del censor, aunque desde luego el film se resuelve de forma un tanto artificial (la única lacra de una película hermosa e impecable), que pone el acento en la solidaridad de una sociedad comunista, aparentemente sensible a los problemas de sus miembros más desfavorecidos.

Sin embargo, subyacen de ese final, dos elementos muy interesantes, en primer lugar, que la forma de llegar de los periodistas al pueblo, es contradictoria con aquello que parece quererse transmitir, puesto que los presentan como sólo interesados en la foto, en lo que los televidentes quieren oir, y que para nada profundiza en los problemas y en las necesidades de las personas que tienen delante. Estamos ante un Bienvenido Mister Marshall, con unos reyes magos que llegan al pueblo, dejan sus regalos y se van si influir absolutamente en nada más en la vida y miserias de sus habitantes.

Por otro lado, de esa situación extraemos no pocos puntos de reflexión acerca del tema de las desigualdades sociales y movimientos migratorios. Yimou postula que la solución a la pobreza de los protagonistas, no está en dejar su casa e irse a malvivir y mal trabajar en las ciudades, sino en que se aporten a esas personas los recursos necesarios para salir adelante en su mismo entorno.

En ese caso, la auténtica imagen de esperanza que transmite el film, es la de esos niños que cierran la película, y que con sus tizas nuevas, de colores (hemos pasado del monocromatismo a un policromatismos que al igual que el arco iris simboliza la esperanza), con esos recursos que se les ha aportado desde fuera, son capaces de escribir por sí mismos, y aprender a generar su propio futuro, un futuro, en color.

Ni uno menos se convierte por lo tanto en una de las películas que mejor defienden con imágenes las doctrinas del comunismo, y de las que más enseñan a la falsa moral occidental sobre el reparto de riqueza e inmigración. Y todo ello, como en las grandes obras, se hace a la vez que se pone en tela de juicio, aquellas cosas del sistema que no funcionan. Pero decir a estas alturas que Zhang Yimou es uno de los más grandes narradores de nuestro tiempo, es redundar en lo obvio.

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miércoles, 30 de enero de 2008

Perversidad






El viernes 1 de febrero proyectamos en el ciclo de cine dedicado a Fritz Lang la película Perversidad (Scarlet Street 1945).

Artículo publicado por Sergio Vargas en Miradas de cine:

Sendas paralelas:

Con el mismo reparto (Edward G. Robinson, Joan Bennett y Dan Duryea) que protagonizó su anterior película, La mujer del cuadro (The Woman in the Window, 1945), Fritz Lang rodó en ese mismo año Perversidad, una película que en su día pudo haber hecho Ernst Lubitsch, que finalmente terminó por abandonar un proyecto que, por avatares del destino, terminó cayendo en las manos del director de El ministerio del miedo (Ministry of Fear, 1944). El filme es un remake de la segunda película sonora de Jean Renoir, La golfa (Le chienne, 1931), creada a su vez a partir de la novela de Georges de La Fouchardiere de título homónimo.

En Scarlet Street (me permito utilizar el título original para no causar innecesarias redundancias) se contrapone la perversidad que anticipa el tal vez desafortunado título español (aunque tampoco es excesivamente revelador dado que la naturaleza perversa que acecha al protagonista es rápidamente desvelada) a la inocencia a priori impensable en un tipo como Edward G. Robinson, que, sin embargo, poco a poco irá descubriéndose, efectivamente, como un personaje inocente y desvalido ante la crueldad sin límites de la mujer fatal que se cruza en su camino.



Pero esto no es así desde el comienzo. Entonces Kitty (Joan Bennett) prácticamente se escandaliza cuando Johnny (Duryea) le propone que le de un sablazo a Chris Cross (Robinson). A pesar de ello, y como no podía ser de otra forma, finalmente termina sacándole el dinero.

Una historia que transita por dos sendas paralelas (esto es, circulan muy cerca una de la otra, pero nunca llegan a tocarse. La primera es la que recorre Cross, un empleado ejemplar que acaba de recibir una fiesta en honor de su aniversario trabajando varios lustros para el banco, y que en su hogar se encuentra subyugado por una tiránica esposa que tiene en el salón un enorme retrato de su primer esposo (desaparecido y dado por muerto años atrás). Probablemente Cross opinaría también que su vida es un auténtico escombro, de no ser por la pintura. El protagonista pone «líneas alrededor de lo que siente», con lo que no hace sino confirmarse a sí mismo que siente. Pinta, luego existe, podríamos decir.



En la otra senda paralela se encuentra Kitty, la femme fatale, que en estrecha colaboración con su novio Johnny se las apañará para aprovecharse del arte de Cross en beneficio propio, haciendo creer al pobre diablo, porque ciertamente no puede dársele otro nombre, que está enamorada de él, para hacerle sentirse culpable por no haberle dicho desde un primer momento que era un hombre casado, para hacerle creer que Johnny es el novio de su compañera de piso, para hacerle creer, tras ser descubierto parcialmente el engaño, que el dinero de los cuadros será para los dos. Y es que siempre habrá una mentira tapando otra mentira tapando otra mentira.

Así, recapitulando, tenemos dos sendas. La primera es la de la verdad. Pero la verdad sería, y de hecho termina siéndolo, muy dura para el protagonista. Entonces él circula por el camino del engaño, por la senda de la trampa que le han preparado. O mejor, Cross recorre el camino de la verdad, la que el cree a pies juntillas, la que le da la felicidad y la satisfacción que hasta entonces le era negada, y la pérfida pareja conduce por una mentira (una capa de mentiras superpuestas) que terminará por desmoronarse.

Los paralelismos con el resto del cine de Lang son evidentes, las fatalidades del destino que persiguen a sus torturados personajes, su precisa puesta en escena, los insertos que a Lang tanto le gustaba incluir (el cruce de dedos de un Cross que se revela significativamente como alguien supersticioso, el cuchillo que se clava en el suelo), el tenebroso final que nos recuerda los tiempos de Mabuse o Los nibelungos o el inusual humor que nos presenta en algunos momentos con un Edward G. Robinson en delantal atemorizado por su parienta.



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