miércoles, 30 de enero de 2008

Perversidad






El viernes 1 de febrero proyectamos en el ciclo de cine dedicado a Fritz Lang la película Perversidad (Scarlet Street 1945).

Artículo publicado por Sergio Vargas en Miradas de cine:

Sendas paralelas:

Con el mismo reparto (Edward G. Robinson, Joan Bennett y Dan Duryea) que protagonizó su anterior película, La mujer del cuadro (The Woman in the Window, 1945), Fritz Lang rodó en ese mismo año Perversidad, una película que en su día pudo haber hecho Ernst Lubitsch, que finalmente terminó por abandonar un proyecto que, por avatares del destino, terminó cayendo en las manos del director de El ministerio del miedo (Ministry of Fear, 1944). El filme es un remake de la segunda película sonora de Jean Renoir, La golfa (Le chienne, 1931), creada a su vez a partir de la novela de Georges de La Fouchardiere de título homónimo.

En Scarlet Street (me permito utilizar el título original para no causar innecesarias redundancias) se contrapone la perversidad que anticipa el tal vez desafortunado título español (aunque tampoco es excesivamente revelador dado que la naturaleza perversa que acecha al protagonista es rápidamente desvelada) a la inocencia a priori impensable en un tipo como Edward G. Robinson, que, sin embargo, poco a poco irá descubriéndose, efectivamente, como un personaje inocente y desvalido ante la crueldad sin límites de la mujer fatal que se cruza en su camino.



Pero esto no es así desde el comienzo. Entonces Kitty (Joan Bennett) prácticamente se escandaliza cuando Johnny (Duryea) le propone que le de un sablazo a Chris Cross (Robinson). A pesar de ello, y como no podía ser de otra forma, finalmente termina sacándole el dinero.

Una historia que transita por dos sendas paralelas (esto es, circulan muy cerca una de la otra, pero nunca llegan a tocarse. La primera es la que recorre Cross, un empleado ejemplar que acaba de recibir una fiesta en honor de su aniversario trabajando varios lustros para el banco, y que en su hogar se encuentra subyugado por una tiránica esposa que tiene en el salón un enorme retrato de su primer esposo (desaparecido y dado por muerto años atrás). Probablemente Cross opinaría también que su vida es un auténtico escombro, de no ser por la pintura. El protagonista pone «líneas alrededor de lo que siente», con lo que no hace sino confirmarse a sí mismo que siente. Pinta, luego existe, podríamos decir.



En la otra senda paralela se encuentra Kitty, la femme fatale, que en estrecha colaboración con su novio Johnny se las apañará para aprovecharse del arte de Cross en beneficio propio, haciendo creer al pobre diablo, porque ciertamente no puede dársele otro nombre, que está enamorada de él, para hacerle sentirse culpable por no haberle dicho desde un primer momento que era un hombre casado, para hacerle creer que Johnny es el novio de su compañera de piso, para hacerle creer, tras ser descubierto parcialmente el engaño, que el dinero de los cuadros será para los dos. Y es que siempre habrá una mentira tapando otra mentira tapando otra mentira.

Así, recapitulando, tenemos dos sendas. La primera es la de la verdad. Pero la verdad sería, y de hecho termina siéndolo, muy dura para el protagonista. Entonces él circula por el camino del engaño, por la senda de la trampa que le han preparado. O mejor, Cross recorre el camino de la verdad, la que el cree a pies juntillas, la que le da la felicidad y la satisfacción que hasta entonces le era negada, y la pérfida pareja conduce por una mentira (una capa de mentiras superpuestas) que terminará por desmoronarse.

Los paralelismos con el resto del cine de Lang son evidentes, las fatalidades del destino que persiguen a sus torturados personajes, su precisa puesta en escena, los insertos que a Lang tanto le gustaba incluir (el cruce de dedos de un Cross que se revela significativamente como alguien supersticioso, el cuchillo que se clava en el suelo), el tenebroso final que nos recuerda los tiempos de Mabuse o Los nibelungos o el inusual humor que nos presenta en algunos momentos con un Edward G. Robinson en delantal atemorizado por su parienta.



Leer más...

jueves, 24 de enero de 2008

El testamento del Dr. Mabuse




El viernes 25 de enero proyectaremos en el ciclo dedicado a Fritz Lang la película El testamento del Dr. Mabuse.

Comentario publicado por Daniel Rojo en Miradas de Cine:

Las siete vidas del primer gran terrorista del cine

«El propósito final del crimen es establecer el eterno imperio del crimen, un estado de completa inseguridad y anarquía».

Dr. Mabuse

El testamento del Dr. Mabuse, el segundo filme sonoro de Fritz Lang, atesora muchos méritos, entre ellos, el ser el primer thriller sobrenatural de la historia del cine. Por encima de la intriga policíaca, de las obvias comparaciones entre la red criminal de Mabuse y el alzamiento del partido Nazi en Alemania y de los logros en el campo de la edición de sonido, la imagen más potente del filme, la que resume su esencia, su poder para intranquilizar al espectador moderno que ya lo ha visto todo y su vigencia es la del espíritu del difunto doctor situado frente al psiquiatra que le ha tratado durante sus largos años de internamiento, susurrándole que la verdadera esencia del crimen no es el beneficio económico, la venganza o el poder sino la desestabilización completa de la sociedad para que de sus cenizas surja un nuevo orden basado en el mal.

Con semejante discurso, no es de extrañar que Goebbels prohibiera en 1933 el estreno del filme para que a nadie se le ocurriera pensar que lo que contaba el señor Lang, un exitoso y populista cineasta en su país, podría estar ocurriendo a la salida del cine. El fantasma del Dr. Mabuse tomando posesión del cuerpo de su psiquiatra es un reflejo de cómo el partido Nazi vampirizó a todo un pueblo hundido tras la I Guerra Mundial. Sin embargo, lo que hace grande al filme de Lang es que no se quedó en una profecía de lo que podría llegar a pasar en Alemania tres años después.



El doctor Mabuse de esta película ya no es el criminal extorsionador con poderes hipnóticos que protagonizó dos filmes de la etapa muda de Lang. Su lugar ya no está en los casinos, las cajas fuertes de los bancos o los hogares de los millonarios. Al comienzo de esta película descubrimos que lleva varios años ingresado en una institución mental, en un estado semivegetal. No habla, no se mueve, únicamente escribe su testamento: un plan final para establecer el imperio del crimen en el mundo usando como arma el terrorismo. Aunque reducido a un simple cascarón, se las ha arreglado para organizar una compleja red criminal con su espíritu. La amenaza de Mabuse ya no es tangible. Es el hombre agazapado en la sombra, una voz que dicta sus órdenes a través de otros individuos o de grabaciones. Cuando muere y su espíritu ocupa el cuerpo de su psiquiatra se convierte en alguien a quien no se puede atrapar porque no existe. El terrorista definitivo o, lo que es lo mismo, la gran amenaza de este siglo. Sin saberlo, Lang se adelantó a su tiempo en más de 70 años. La intangibilidad de Mabuse, que se mueve a través de otros y deja su voz grabada en fonógrafos, es la misma de los terroristas de hoy, la de Ben Laden, alguien de cuya existencia se llega incluso a dudar pero que es capaz de controlar a su gente y amenazar al mundo con una grabación.



Para enfrentarse a Mabuse, Lang y la guionista Thea von Harbou —su mujer por aquel entonces— decidieron recuperar al comisario Lohmann de su anterior largometraje, M. El inspector es la antítesis de Mabuse, un hombre empírico y campechano, que se guía por su ingenio y disfruta de los placeres más simples de la vida: un cigarro, la siesta, una noche en la ópera. Es el pueblo alemán que se resiste a ser subyugado por el nazismo. Con su inteligencia racionalista consigue descubrir toda la trama, pero sus esfuerzos son en vano. Al final, el psiquiatra poseído por el espíritu de Mabuse se vuelve loco y acaba encerrado en la misma celda que ocupaba el doctor. El círculo se ha cerrado. Pero el mal, ¿podrá contenerse entre las paredes del sanatorio?



En el apartado técnico, Lang también se adelantó a su tiempo con El testamento del Dr. Mabuse. Su uso del recién descubierto sonido en el cine es, simplemente, ejemplar. Lejos de dejarse deslumbrar por las posibilidades más evidentes del avance y convertir su película en una sucesión interminable de diálogos y verborrea, el cineasta se decanta por el efecto sonoro más que por la palabra para crear una atmósfera de perpetua tensión ya desde la primera escena, en la que un agente secreto de la policía se esconde de dos criminales en un oscuro sótano donde resuena una máquina industrial como si fueran los latidos de su asustado corazón. Explosiones, disparos, choques, el crepitar del fuego… la sinfonía de sonidos escogida por Lang va pareja al imperio del terror que Mabuse intenta crear.

Leer más...

Opinión sobre M, el vampiro de Dusseldorf

Estamos ante una de las más grandes películas de la historia del cine. Nunca se ha vuelto a ver tal espectáculo en un film, y menos en este género, una mezcla de drama y thriller... Un espectáculo como bien dice el artículo, inimitable. Y es una pena que este género no se haya expandido en círculos de buenos directores, porque es mi género favorito. Y hoy en día, solo recuerdo dos thrillers que merecieran la pena, los dos recientes. "Seven" de David Fincher si no mal recuerdo, y "Crónica de un asesino en serie", de Bong Joon-Ho. Estas dos películas son parecidas en el sentido de que la historia no se refleja desde la perspectiva del asesino. Esa es la principal diferencia con M.
Peter Lorre está sobervio, para mí, una de sus mejores interpretaciones.
Nada más, invitar a todo el mundo a acudir a la proyección de esta obra maestra.
Luis Miguel Machín

Leer más...

jueves, 17 de enero de 2008

M, el vampiro de Düsseldorf

Película completa:







El viernes 18 de enero en el Ciclo de cine de Fritz Lang proyectaremos M, el vampiro de Düsseldorf.

Publicado por Rafael Miret en Revistas culturales:

Alemania, 1931. T.O.: «M, Mörder Unter Uns». Director: Fritz Lang. Productor: Seymour Nebenzahl. Producción: Nero Film. Guión: Fritz Lang y Thea von Harbou, según un artículo de Egon Jacobson. Fotografía: Fritz Arno Wagner. Dirección artística: Emil Hasler y Karl Vollbrecht. Música: Temas de Edvard Grieg. Montaje: Paul Falkenberg. Duración: 117 minutos. Intérpretes: Peter Lorre (Franz Beckmann), Gustav Gründgens (Schränker), Otto Wernicke (Comisario Lohmann), Theodor Loos (Comisario Groeber), Theo Lingen (Bauernfänger), Ellen Widmann (Sra. Beckmann), Inge Landgut (Elsie Beckmann), Ernst Stahl-Nachbaur (El jefe de policía), Paul Kemp (El ratero), Georg John (El ciego)

Es uno de los films más insólitos de la historia del cine. Realidad y ficción, humor y horror, crónica y fábula se mezclan, de la mano de Fritz Lang, creando una obra única, inimitable (por más que imitada) y decididamente insuperable.
La carrera alemana de Fritz Lang, demasiado postergada en los últimos tiempos, constituye un reto permanente a los límites técnicos y narrativos del cine de la época. Cada nueva película de Lang sorprendía y entusiasmaba: los paraísos arcaicos y mitológicos de Los nibelungos , el bosquejo de una ciudad futurista de Metrópolis , el exotismo aventurero de los grandes genios del mal, como Mabuse o el profesor Haghi de Spione. El prestigio alcanzado por el director en aquellos años parecía impulsarle a un circense «más difícil todavía» que, sorprendentemente, culminaría y cambiaría de sentido con M, el vampiro de Düsseldorf (M, 1931), un film de ambiente cotidiano inspirado en las fechorías de un asesino de niños que aterrorizaba a los habitantes de la ciudad alemana aludida en el título.




M de «mörder»
Aunque el protagonista de M , un oscuro empleado que vive solo en una anodina pensión, responde al nombre de Hans Beckert (excelente encarnación de Peter Lorre), lo cierto es que comúnmente se le conoce como «M», inicial del apelativo «mörder» (asesino), que un vagabundo le marca con tiza en la espalda para que pueda ser reconocido y perseguido. De hecho, éste no era el título originalmente previsto, sino «El asesino está entre nosotros». Un ambiguo enunciado que supuestamente levantó la susceptibilidad del partido nazi por su posible alusión a su principal dirigente, lo que obligó a cambiarlo. Sin embargo, y a pesar de que este argumento ha sido repetido con frecuencia, algunos especialistas en la obra del director, como Bernard Eisenschitz, sospechan de su exactitud alegando que la pujante posición del nacionalsocialismo, su absoluta legalidad y el prestigio, entonces intachable, de su líder Adolf Hitler, hacían poco probable tal asociación de ideas. Por otra parte, y ante las arriesgadas interpretaciones antinazis de éste y otros films del director, cabe recordar que todos los guiones de los films alemanes de Lang, desde Das Wandernde Bild (1920) hasta El testamento del doctor Mabuse (1933), fueron escritos en colaboración con su esposa Thea von Harbou, novelista de éxito, guionista, directora y, muy especialmente, destacada militante del partido nazi. Y, aunque Lang se separó de ella cuando emigró a Estados Unidos en 1933, lo cierto es ambos trabajaban en perfecta sintonía, y que el autor de La mujer del cuadro siempre tuvo palabras de elogio para la labor de su ex compañera.


«M» es un temible asesino psicópata, pero también es, en cierta manera, un ser «condenado», incapaz de reprimir sus instintos. En la película no se dice nada de los motivos de su conducta (en el remake realizado por Joseph Losey en 1951, el mismo personaje es víctima de un padre autoritario y una madre posesiva), por lo que se presencia se reduce a la de un peligroso criminal anónimo, oculto bajo los rasgos de un hombre cualquiera, de aspecto melifluo y un tanto aniñado. Hans Beckert no existe como individuo hasta su sorprendente y conmovedor discurso, en la secuencia final, ante un auditorio formado de vagabundos y prostitutas, que no están dispuestos en absoluto a escuchar sus argumentos. Es entonces cuando se descubre que el «monstruo» no es más que un perturbado mental, cuya conducta responde a una mezcla de timidez y de ansias de notoriedad (comunica a la prensa sus crímenes así como su propósito de seguir matando). La llegada de la policía evita la ejecución inmediata del protagonista. El hampa pretende imponer justicia, pero lo único que hace es aplicar su instinto de venganza y garantizar su permanencia en unos barrios que considera suyos. Como se hace evidente en su posterior etapa americana, Lang siempre defendió la necesidad de la verdadera justicia frente a la sed de venganza, la aplicación de la ley a la impulsiva y temible reacción de las masas encolerizadas.





«M» como crónica social
Los turbulentos años de la República de Weimar, previos a la llegada de Adolf Hitler al poder, propiciaron en Alemania una etapa de profunda crisis en la que la agitación política, el desempleo y la devaluación económica mantenían a la población en un permanente estado de angustia. Se ha dicho, no sin razón, que esta situación fue el caldo de cultivo del que surgió el expresionismo, corriente que abarca todos los campos de la actividad artística. La distorsión de las formas, la iluminación en claroscuro y los abundantes relatos sobre locos y criminales son algunos de los aspectos más ostensibles de la estética expresionista, entendida como manifestación de la tortura individual y del malestar de una época.
Pero la posición de Lang frente al expresionismo ha sido siempre contradictoria. A pesar de que comúnmente se le ha considerado como uno de sus más destacados representantes, él siempre negó su adscripción a dicho movimiento. En cualquier caso, los planteamientos expresionistas están presentes en la elaborada fotografía de M (obra de Fritz Arno Wagner), pero también se desprenden del cáustico retrato del entorno social en que se mueve el protagonista. La búsqueda paralela que emprenden la policía y los mendigos para atrapar al asesino constituye una estudiada inversión de papeles, muy próxima a la de ciertas piezas teatrales de Bertolt Brecht. La «asociación de los mendigos», con su local de reuniones, su organización disciplinaria y su ordenada distribución de las tareas, resulta una clara parodia del modelo establecido por la sociedad burguesa, aunque la visión de Lang, picaresca y desenfadada, carezca de la contundencia crítica de Brecht.



«M» y la innovación del lenguaje
En el aspecto visual y narrativo, M sorprende por su audacia y sus innovaciones; más aún si se tiene en cuenta que muchos de sus elaborados travellings y movimientos de grúa se realizaran con medios extremadamente precarios. La imaginación de Lang parece no tener límites. La primera secuencia (8 minutos y 27 planos) resulta, todavía hoy, una verdadera lección magistral de concisión y eficacia. A pesar de tratarse de su primera incursión en el cine sonoro, el director utiliza con sorprendente precisión los sonidos y los silencios para incrementar la tensión dramática del relato, al tiempo que utiliza audaces encadenados sonoros para enlazar diferentes escenas. Así, por ejemplo, cuando un grupo de ciudadanos se apiña para leer un cartel que anuncia la búsqueda del asesino, la voz que se escucha es la de un personaje que está sentado en una cervecería leyendo el periódico en voz alta ante unos amigos, situación que corresponde a la escena siguiente y que por lo tanto el espectador desconoce. Por otra parte, M es uno de los pocos films sonoros que carece de banda de sonido propiamente dicha, aparte de los ruidos directamente relacionados con la acción (puertas, motores, pisadas, sirenas). La única música que se escucha son unos compases de Peer Gynt , de Edvard Grieg, que silba el asesino. Unas notas alegres y casi infantiles que, sabiamente utilizadas, se convierten en obsesivas y fatalmente amenazadoras.




La originalidad, rigor y precisión de M resultan admirables, hasta el punto que se hace imposible imaginar un montaje o una planificación diferentes. En cualquier caso su radical modernidad ha hecho que supere con éxito el paso del tiempo. Mientras que la mayoría de las películas envejecen en poco años, M rejuvenece a cada nueva visión. No es nada extraño que Lang manifestara que «con M empecé a hacer algo muy nuevo para mí, que he continuado en Furia », concluyendo: « M y Furia son los films que prefiero.»

Leer más...

lunes, 7 de enero de 2008

Metrópolis - Fritz Lang



La película completa:









El viernes 11 de enero comenzamos el ciclo de cine dedicado a Fritz Lang con la proyección de la película Metrópolis.

Artículo publicado por Joaquín Vallet ne Miradas de Cine:

Metrópolis (Metropolis, 1927)

Cine del Futuro

I. Las distintas versiones de una obra maestra

Metrópolis constituye uno de los casos más complejos a la par que apasionantes de toda la Historia del Cine. Pocas películas han sido tan masacradas, mutadas y mutiladas como ésta y, a la par, de pocas se puede tener una visión tan conjunta y completa de lo que el film podría haber ofrecido de no haber caído en manos inadecuadas. Quede claro que la Metrópolis, tal y como fue concebida por el genio creador de Lang (y por el ambiguo humanismo de Thea Von Harbou) sólo se ha podido ver en Alemania entre enero y mayo de 1927. El estreno en Estados Unidos en abril de ese mismo año reducía sus 170 minutos originales a 120, convirtiéndose en la versión que también se exhibiría en Alemania meses más tarde. Asimismo, este es el minutaje más común, incluso en la actualidad.



Sin embargo, versiones posteriores han ido amputando elementos y transformando diversos componentes argumentales sin la más mínima consideración a la estructura de la obra original. Varias adaptaciones de Estados Unidos reducían la duración del film a 94 minutos, cambiando el nombre de diversos personajes (en algunas copias, John Fredersen se llama, nada más y nada menos, que John Masterman) y las relaciones entre ellos (la de Fredersen con el científico Rotwang, por ejemplo, que obvia el tenso enfrentamiento entre ambos y el recuerdo de la fallecida Helm por una marciana vinculación de amo y servidor) (1). La versión más completa que se conoce es la reconstruida por el historiador Enno Patalas que, con sus 147 minutos de duración, sí puede dar una idea más cercana a lo que aquel grupo de privilegiados espectadores pudieron disfrutar en Berlín el 10 de enero de 1927.



II. Arquitectura, ritmo y narración

El porqué Metrópolis, aún a pesar de todo lo sufrido, es una pieza que conserva intacto su inquebrantable impacto se debe a dos elementos fundamentales: por un lado, el infravalorado guión de Thea Von Harbou, conscientemente impreciso y contradictorio. Por otro, la mirada geométrica, calcuradora y, a la vez, pasional de un Lang en la plenitud de su talento.



Cabe decir, si comenzamos por este último punto, que Metrópolis no es un film expresionista, contrariamente a la opinión mayoritaria que la considera la última obra del movimiento. La película, concretamente, es fruto de un eclecticismo artístico y arquitectónico que revela, en el fondo, el profundo conocimiento de Lang en el campo de la arquitectura y su pasmosa maestría para la construcción de decorados con auténtica entidad dramática. Por la película desfilan elementos vinculados al futurismo de Umberto Boccioni (el constante movimiento de las máquinas al comienzo del film e, incluso, el diseño del robot andrógino); a la arquitectura de la Bauhaus en todo el diseño de la Metrópolis, que parece escenificar visualmente la fusión entre el arte y la ingeniería preconizada por Walter Gropius, fundador de la escuela; e, incluso, el Art Déco en una gran parte de la decoración de interiores. Únicamente, la persecución de María en las grutas, con la impresionante utilización de la luz de la linterna como foco de angustia, y el exterior de la casa de Rotwang pueden ser considerados los únicos enlaces que unen a Metrópolis con el expresionismo. El impresionante logro de Lang consiste en la fusión de todo ello y, asimismo, en la creación de un universo propio que, muy a pesar de tener todas las influencias ya esbozadas, posee una personalidad y una consistencia absolutamente independientes. Amén de ello, la capacidad del cineasta para dotar a todo el envoltorio escenográfico de un protagonismo absoluto revela la preocupación de Lang por la integración de todos y cada uno de los dispositivos que conforman el plano y, por consiguiente, la creación de un asombroso cosmos unitario. La misma disposición y movimiento de los actores, por ejemplo, revela la extrema obsesión de Lang por el espacio, ya que estos se encuentran distibuidos atendiendo a una lógica geométrica, potenciando las disposiciones verticales (John Fredersen, Rotwang, Slim), planificadas generalmente de perfil, en contraste con los primeros planos frontales de Freder o María, integrados en la escena con mucha menos rigidez. De igual manera, los movimientos y los gestos de los intérpretes ya definen, por sí mismos, su propia personalidad y el núcleo semántico de la historia, sustentado, nuevamente, en la antítesis: los obreros del comienzo van en grupos de seis, caminando con parsimoniosa letanía y sin rostro, los hijos de la elite se explayan en la superficie sin orden aparente, con Fredersen en primer plano y corriendo de forma lúdica; el rostro de John Fredersen es inexpresivo y tenso; el de su hijo, histriónico y gesticulante; la María humana se mueve y desplaza con gestos tranquilos y pausados, su robot es nervioso y de ademanes violentos. Es decir, un cúmulo de intenciones ocultas en cada resquicio del film que dan cuerpo al apasionante imaginario del Lang alemán.



Igualmente, la capacidad del cineasta para controlar el ritmo de la película mediante un prodigioso trabajo de montaje y un exacto control de la duración de los planos, se erige en otro factor fundamental del film. La construcción narrativa de Metrópolis es laberíntica, compleja y oscura en la que hasta cinco situaciones simultáneas se ofrecen de manera alterna, generalmente estructurada en bloques de tres escisiones argumentales, cuyos personajes se van cruzando, separando y uniendo según corresponde. El ejemplo más evidente se encuentra en el tercio final: la persecución de un grupo de obreros a María, a quien toman por el robot que los ha conducido a la catástrofe, se cruza con otro grupo que ha encontrado al autómata y procede a su destrucción. La maestría de Lang para que todo el entramado resulte lógico y verosímil es, de todo punto, admirable concediendo un aspecto de frescura y emoción tan sorprendente que todo el armazón narrativo apenas queda visible.



Por su parte, el guión de Thea Von Harbou al que se aludía anteriormente, posee un conjunto de matices sobresalientes, más allá de las opiniones generalmente desfavorables recibidas a lo largo de los años. De hecho, se suele considerar Metrópolis una obra más "visual" que "argumental", aludiendo a que Thea Von Harbou siempre ha sido la causante de la inclinación de los films mudos de Lang hacia los seriales y los argumentos más populistas, y a que algunos aspectos de la historia no contaban con la plena aprobación del cineasta (la secuencia final, por ejemplo). Dejando de lado estas consideraciones, de todo punto discutibles, lo cierto es que Metrópolis tiene una de sus mayores bazas en el guión de la escritora. Deliberadamente simbólico (las referencias bíblicas son más que evidentes) y totalmente reaccionario en su carácter profético y en sus aristas morales más básicas, estos elementos, a priori negativos, acaban por definir el carácter temático del film, acercándolo a unas tendencias tan extremas que llegan a parecer cándidas. El discurso de Von Harbou, al igual que la planificación de Lang, se basa en el contraste: utiliza una compleja carga de profundidad que sólo oculta unas intenciones absolutamente ingenuas. No únicamente porque "el pueblo alemán" (a quien dedicó, dicho sea de paso, su anterior guión, Los Nibelungos —otra de las magnum opus de Lang—) venía de sufrir una gravísima crisis económica, que tuvo su punto álgido sólo tres años antes, y necesitaba este tipo de mensajes demagógicos que insuflaran moral, sino por su propia formación y mentalidad que la llevó a desplazarse paulatinamente de la figura de Lang y convertirse, a partir de 1933, en una de las más fieles seguidoras del nacionalsocialismo. El pacto social entre el capitalista y el trabajador, por citar la secuencia más discutida del film, no es más que una metonimia visceral de todo lo apuntado y la muestra más clarividente del mensaje de la guionista.



Metrópolis, con todo lo ya dicho y lo muchísimo que quedaría por decir, con sus contradicciones, sus oposiciones, su vanguardista concepto arquitectónico, su estructura y con el inmenso talento de todos y cada uno de los miembros del equipo a las órdenes de Lang es, sin discusión alguna, una de las grandes obras de la Historia del Arte.

(1) No es único el caso de Metrópolis. El Nosferatu de Murnau, por ejemplo, ha sufrido alteraciones más que notables, entre ellas, la reducción de sus 100 minutos originales a 64 y la modificación del nombre del Conde Orlock por el de Drácula.

Leer más...