martes, 4 de septiembre de 2007

El espíritu de la colmena






Reconstruir la mirada perdida
Escrito por Alejandro Díaz en Miradas de Cine:
Un nombre poco famoso, muy poco, a pesar de tratarse de uno de los más grandes directores de la historia del cine español, y sin duda, al menos para el que firma esta pequeña semblanza, el mejor cineasta de su generación, a pesar de contar con tan sólo tres largometrajes en su haber, si bien realizó algunos cortos antes de graduarse en la Escuela de Cinematografía. Su primera película, El espíritu de la colmena, realizada en el crepúsculo de la dictadura, es uno de los mayores "sucesos" del cine español, y surge, al igual que la posterior El sur, de la colaboración entre Erice y su, por entonces amigo, el productor Elías Querejeta, una de las principales figuras del nuevo cine que en los sesenta irrumpió en España al amparo de la creación del "cine de interés especial" que afectaba sobre todo, en un primer momento, a películas extranjeras.

En la década de los noventa llega el tercer largo de Erice, El sol del membrillo, una película cuasi-documental que trata, en un principio, del intento de un pintor de captar una determinada luz que se proyecta sobre un membrillero. Si bien este trabajo suyo es mucho menos conocido aún que los anteriores, entre otras cosas por su mayor dificultad para ser encuadrado dentro de los géneros establecidos y, por tanto, para ser explotado económicamente, fue elegido recientemente por una votación de filmotecas de todo el mundo como la mejor película de la década de los noventa (no española o europea, sino mundial), una noticia que, como ocurre siempre con las más interesantes, y como escribió una vez Pedro De Silva, forma parte de ese tipo de "información que nos llega reptando".
El penúltimo proyecto anunciado por Erice no hace mucho fue la adaptación de la novela de Juan Marsé El embrujo de Shanghai, cuyo guión preparó concienzudamente, y que comenzó a rodar junto al famoso productor Andrés Vicente Gómez. Finalmente, tras alrededor de tres años de trabajo en total, y de haber consumido unos setenta millones del presupuesto, se produce una ruptura entre ambos, y la película es cedida por Gómez a Fernando Trueba, director de su confianza y de planteamientos fílmicos muy diferentes a los de Erice (1). De ese modo se frustró dramáticamente el cuarto largometraje de este director, y decimos "dramáticamente" (aunque podríamos parafrasear a José Luis Guerín y calificarlo de "monstruoso" —2—) porque, teniendo en cuenta que venía realizando una película cada diez años aproximadamente, nos deja a sus fans con la incertidumbre de saber si algún día podremos ver otra de sus personales obras artísticas. De hecho, Erice llevó a cabo recientemente en tierras asturianas el rodaje de un cortometraje de modesto presupuesto titulado Alumbramiento, e incluido en la película colectiva Ten Minutes Older. La película aún no se ha estrenado en España (¿lo hará algún día?), pero quienes hemos visto el fragmento de Erice podemos confirmar que su talento cinematográfico permanece intacto.

Antes de pasar a comentar su primera obra de larga duración, que, insisto, paréceme de obligado visionado para deshacer malentendidos y carencias de memoria dentro de las valoraciones de los cineastas patrios, tenemos que volver a romper una lanza en favor de este director, que ha dado siempre muestras de una voluntad artística insobornable (la cual le ha convertido en un realizador temido por los productores, que lo consideran "difícil"), pudiendo compararse, en este y otros aspectos, a Orson Welles, otro cineasta que tuvo que ver cómo se le frustraban una y otra vez sus proyectos más queridos (e interesantes). Valga este artículo, por tanto, para recomendarles (re)visitar la obra de ese (demasiado) poco conocido genio español que se llama Víctor Erice, y que es lo que verdaderamente se pretende, así como proporcionar al espectador una ligera idea de lo que podrá encontrar en ella.
La niña y el monstruo

Una imagen conservada de su infancia: La criatura de Frankenstein (de la versión de James Whale de 1931) junto a la niña pequeña, y la recuperación de sensaciones de una época, son el punto de partida de esta preciosa película, sin duda la ópera prima más sorprendente del cine español de los últimos treinta años (primeras películas como Los motivos de Berta, o Las horas del día, de Jaime Rosales), por su condición de obra de arte plenamente madura, y que nos recuerda aquello a lo que sólo el cine puede llegar, siempre que esté en las manos adecuadas para ello.

Sensaciones que se repetirán en todos sus filmes, son las que el espectador ya aprecia en este primer largo de Erice. Sus imágenes, por ejemplo, transmiten una calidez muy especial. Sólo las formas de iluminar, de componer los encuadres, de encadenar los planos y de fundirlos, reconfortan por sí solas. Aunque no se trata de films blandos, ni mucho menos, sí tienen una distensión propiciada por su renuncia al uso del montaje con objetivo de crear algún tipo de crispación, permitiendo que las secuencias se sucedan de forma relajada, lo que no implica que no exijan al público un esfuerzo por encima de lo normal. La recreación de ese mundo de la infancia es, por su parte, tan sustancialmente creíble, tan verosímil, tan familiar, que llega a conseguir una identificación plena de todos nosotros, aunque no hayamos llegado a vivir en los años cuarenta en los que tiene lugar la historia. Comparando El espíritu de la colmena, por ejemplo, con la exitosa serie televisiva reciente titulada Cuéntame, se puede apreciar mejor a qué me refiero con lo anterior. Más allá de la diferencia entre los medios televisivos y los del cine (en la luz, más que nada), y del carácter complaciente y edulcorado de la serie en cuestión, ésta no consigue convencer en ningún momento, pues aunque se cuide el vestuario y el peinado de los personajes, aunque se cuente con grandes actores, hay un algo intangible, pero esencial, que otorga credibilidad, y es que, además de lo material, de lo aparente, es necesario mantener una rigurosidad en lo tocante al espíritu de la época. Algo que está en la forma de caminar de la gente, en el modo en que miran a su alrededor, en la manera en que ríen, en que visten, en que hablan... y para cuya consecución es necesario tener una gran agudeza en la observación y unas no menores minuciosidad y calma, en el proceso de (re)construcción (3).
Después de los títulos de crédito iniciales, dibujados por las propias niñas de la película, por cierto, asistimos a la llegada al pueblo de un camión que trae una película, para ser proyectada en el local que servirá, más adelante, como tanatorio para el fugitivo caído. Los niños acuden llenos de emoción, y poco a poco la sala va llenándose de pequeños (que se sientan, claro, en primera fila) y mayores. Comienza la película y podemos ver a los asistentes completamente hipnotizados por las imágenes que se reflejan en la pantalla. La importancia de esta secuencia es muy grande (como la de las demás, pues nada sobra en esta película), no sólo porque a raíz de la sesión la niña protagonista, Ana, comenzará a tomar ciertas decisiones, sino también por lo que en aquel tiempo significaban, inclusive desde un punto de vista moral, las imágenes que el cine proporcionaba a las gentes, en un mundo en el que no había esa saturación de imágenes que presenta, por primera vez en la historia del hombre, la sociedad de final del milenio. Por eso Erice inserta varios planos con pinturas, que son otras imágenes a las que podían tener acceso las niñas protagonistas. Este aspecto, el de la información tradicionalmente negada a los niños, es también fundamental comprenderlo, pues los infantes iban, entonces, adquiriendo el derecho a asistir a distintas informaciones sobre el mundo a medida que llegaban a la edad adulta, mientras que ahora ya desde pequeños ven muchas más cosas. Por esto emociona tanto ese plano, genial, que nos muestra a las niñas de regreso a casa procedentes del cine, y llegan corriendo, gritando "¡Frankenstein!" con excitación, aún bajo la influencia de lo visto anteriormente (volveremos sobre el tema de la mirada más adelante).

El monstruo de Frankenstein va a exponerle a Ana el trato que la gente, la sociedad, la colmena, da a todo aquel que es diferente. <<>> (4). El monstruo simbolizaría lo que está al margen, lo que no encaja, aquello que no sirve para la sociedad (5), y hará intuir a Ana que existe, o puede existir, un despegue moral con respecto a la mayoría, al que es factible entregarse (no olvidemos, tampoco, la relación que existe entre este tipo de conflictos y la época de realización de la película, justo en el umbral de una era de turbulentas mutaciones sociales). Ella comienza a sentir en su interior inquietudes que la acercan a todo aquello que es despreciado, y aún así sigue existiendo. Cuando, estando en clase (hay que ver lo bien hechas que están las secuencias con los niños), la profesora presenta a un muñeco asexuado al que los niños deben ir colocándole sus distintos órganos de cartón, a Ana le toca ponerle los ojos. Este momento tiene unas implicaciones enormes, un juego psicológico y ético tremendo.

Los ojos... la mirada. Ésta es también, en efecto, una película sobre distintos modos de ver el mundo. Cada uno de los personajes presentados navega en su propio barco vital, tiene unas ideas propias, y un pasado que repercute en su actualidad, y éste se nos hace llegar casi sin recurrir al diálogo (sobre todo en la segunda parte del film). Fernando (Fernando Fernán-Gómez, —6—), es un observador marginal de sus semejantes (pasa, solitario, por delante del cine cuando todo el mundo, o casi, está dentro viendo Frankenstein), que se nos muestra realizando, principalmente, tres actividades: La apicultura, símbolo claro de su relación con la humanidad, o lo que es igual, la colmena; la recolección de setas (yendo en compañía de sus hijas, aprovecha para comunicarles sus conocimientos, heredados a su vez de sus ancestros, y las enseña a distinguir, y a destruir, al hongo venenoso); y la reflexión y la escritura, a las que se dedica en el silencio de su despacho (era un mundo más tranquilo, menos ruidoso que el actual).

Teresa (Teresa Gimpera), la señora de la casa, es una mujer hermosa y melancólica, cuyas diferentes relaciones sentimentales son representadas por Erice con una precisión absoluta, y una sensibilidad poética admirable. En algunas secuencias podemos ver cómo echa al fuego una carta. Se tiene en cuenta aquí, además de la velada relación que mantiene Teresa, el hecho de que la correspondencia, hoy en día reducida casi en exclusiva a medio de recepción de facturas, era entonces algo muy importante, pues constituía una de las pocas puertas abiertas para recibir noticias (fragmentos) de otros lugares, de otras almas, de otros ambientes.
Isabel (Isabel Telleria) es la hermana mayor de Ana, pero es muy distinta a ella. Parece más integrada, más conforme, menos inquieta, menos inclinada a perderse en juegos excéntricos (sentido geométrico del término). Ana (Ana Torrent) es distinta, no es tan normal como Isabel. Tiene unos presentimientos, una inclinación natural a internarse en lo difícil, en lo peligroso, en sus propios universos, con total seriedad. Por eso la avergüenza que su padre haya descubierto su secreto, su aventura particular (con el fugitivo/monstruo de la vieja casa junto al pozo), y por eso, durante su huida final, Ana parece decidida a tocar la seta venenosa, aún cuando su padre se lo había desaconsejado: es su rebelión, su reclamo de libertad. El final de la película será, consiguientemente, abierto, como abierta deja Ana la puerta que da al jardín de la casa.

Pero lo anterior no agota, ni mucho menos, el caudal de una película tan rica en sugerencias y matices, en la que objetos tan simples como un colgante musical (7), llegan a hacernos rememorar nuestros propios fetiches infantiles. Es el cine como espejo de la vida y de la muerte, como fantasmagórica crónica de la cotidianeidad, en la que la forma y el fondo del relato se ajustan como un guante, y en la que los actores parecen auténticos protagonistas de ese mundo que cobra vida, momentáneamente, ante nuestros ojos, para alojarse, ya concluida la proyección, en no se sabe qué misterioso lugar de nuestra memoria.

(1) Disculpará el lector que, por voluntad propia y por lealtad a sus ideas, este modesto cronista haya renunciado a ver lo filmado por Trueba.

(2) Durante un memorable encuentro con el público en el Festival de Cine de Gijón de 2001, los asistentes pudimos escuchar a Guerín lamentarse de que el cine actual buscase guiones "asépticos", "intercambiables", sin personalidad autoral, para que pudiesen ser realizados por cualquier director, indistintamente.

(3) Una calma con la que Erice no pudo contar para haber concluido su segundo largo, El Sur, film que el realizador vasco aún sigue considerando "incompleto". Aún así, el montaje que hoy podemos disfrutar, responsabilidad de Erice, es un absoluto prodigio.

(4) Fernando Savater, en su prólogo al guión de El Espíritu de la colmena, publicado por Querejeta Ediciones.

(5) Tiene connotaciones menos trágicas que las del monstruo de Frankenstein de la película de Gonzalo Suárez Remando al viento (1988), en la que la criatura vendrá a simbolizar la inevitabilidad del destino, y la irracionalidad de la muerte.

(6) Nótese que los nombres de los personajes coinciden con los de los intérpretes.

(7) La utilización de ciertos objetos clave es inherente al cine de Erice. Recuérdense el péndulo de El Sur, o el mismo arbusto membrillero de El sol del membrillo.

1 comentario:

  1. ta bien todo pero lo que me parece mal es que es todo de peliculas viejas...si fuesen d peliculas de hace poco...no se

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