sábado, 28 de julio de 2007

Nadie sabe






Publicado por Alejandro G. Calvo en Miradas de Cine

Dare mo shiranai (Nobody knows) (2004) de Hirokazu Koreeda
El infierno
«¿Y no es ésta quizá una sólida definición del realismo en el arte: obligar al espíritu a tomar partido sin engañarnos con los seres y las cosas?» André Bazin.

En un primer visionado de Nadie sabe, no podía dejar de acordarme de la desgarradora película de Roberto Rossellini Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1947). He estado pensando al respecto, si existe una conexión estética más allá del hecho de que sea un film protagonizado por un joven en condiciones de vida extremas, y he de reconocer que la plástica de uno y otro realizador difieren en demasiados puntos y soluciones formales, pero sin embargo, ambas se erigen como ejemplos claros de lo que se ha venido a entender como realismo cinematográfico. Pese a que ambos films son secos, duros e intentan alejarse en lo posible del melodramatismo común (no ya el barato o estridente, sino simplemente el formal), el film de Rossellini es frío e incluye un cierto discurso político, porque está construido sobre el facto de crearse un nudo dramático a partir de las condiciones sociales y humanas de un trágico contexto heredero de la historia, mientras que el de Kore-Eda es un trabajo cálido, erigido sobre el amor y la amistad frente a un hecho tan cruel como inesperado, que no responde a ningún contexto coyuntural, sino accidental. Efectivamente, ambas son dos historias de terror puro con momentos verdaderamente escalofriantes y desesperanzadores que acaban por minar la moral del espectador, sin embargo Alemania, año cero acaba por ser un cuento pesimista, una mirada derrotada sobre la existencia humana, y Nadie sabe, pese a lo amargo de su historia, está contada en forma de fábula, casi en forma de aventura juvenil cuyo máximo logro es la supervivencia del día a día.

Kore-Eda no juzga a sus personajes, y en ese aspecto, aunque posee una mirada cercana a la de Yasujiro Ozu (1), su espíritu está más cercano al Akira Kurosawa de Vivir (Ikiru , 1952) y sobretodo de Dodes-ka'den (Dodeskaden, 1971), y es por ello que no puedo adherirme al consenso crítico de que Nadie sabe está cercano al Truffaut de Los 400 golpes (Les Quatre-cents coups, 1959) , El pequeño salvaje (L'enfant sauvage, 1969) o La piel dura (L'argent de poche, 1975) —o a Cero en conducta / Zero de conduite, 1933 de Jean Vigo— en su tratamiento de la infancia golpeada continuamente, aunque es evidente que existen puntos metafísicos en común, porque la calidez con que Kore-Eda encuadra a sus jóvenes protagonistas me retrotraen más al espectro de desolación de la infancia arrasada de La noche del cazador (The night of the hunter, 1955. Charles Laughton) o Shara (ídem, 2003. Naomi Kawase). Pero ni siquiera en Nadie sabe existe un mal más allá de la estupidez humana, por que déjenme decirlo, la despreocupada madre del cuento, que acaba convirtiéndose (por ausencia) en el auténtico demonio de la historia, ni siquiera está retratada con maldad por parte del director. Es más, la historia en su inicio, incluso en la presentación de los niños escondidos en las maletas para ocultarse de los caseros, parece la de la supervivencia de una familia pobre pero feliz, como la que poseía Giulietta Masina en Europa 51 (Ídem, 1951), de nuevo, de Roberto Rossellini. Sin embargo, como el cuento de terror puro que es Nadie sabe —igual de desasosegante que El tiempo del lobo (Le temps du loup, 2003) de Michael Haneke, pero carente de su frialdad afilada como el hielo seco; tan desesperanzadora como Rompiendo las olas (Breaking the waves, 1995) de Lars Von Trier, pero sin titiriteros hacia quien enfocar nuestra rabia—, lo anómalo se va haciendo presente poco a poco en la realidad ignorada del espectador y la inocencia interrumpida de sus protagonistas: una madre que se niega a que sus hijos vayan a la escuela, que llega tarde y borracha a casa, que desaparece durante un tiempo sin que haya noticias sobre ella… hasta que la realidad se impone y se marcha y ya no vuelve. Y aún así, todo parece seguir siendo un juego: cuatro niños en una casa donde sobreviven ignorando su desgracia; si Kore-Eda no tuviera esa mirada, esta historia no sería narrable en ningún estilo o formato artístico.

La realidad supera con creces a la ficción y al terminar de ver el film, un espectador con la ética suficientemente poco dañada de antemano, no recordará ni que (i) El film es un flash-back, que arranca con el viaje de Akira (2) en tren hacia el aeropuerto con su hermana Yuki de nuevo en el interior de una maleta, ni que (ii) el film está basado en unos hechos reales acaecidos en Tokyo en 1988, por ello Nadie sabe, a poco que se plantee uno la situación, es un film directamente insoportable, y por otra parte, totalmente necesario. Pese a todo, hay que reconocer la presencia de momentos incómodos dentro de la coherencia artística de Kore-Eda, situaciones fuera de lugar como la prostitución de la joven amiga de Akira para que éste pueda disponer de dinero para alimentar a sus hermanos o la reiteración en la desidia —por llamarlo de algún modo— de la madre, representada en la insensata última carta que les envía desde su nueva familia. A nivel argumental dicha presencia está totalmente justificada dentro de un cuento de horror sin límites como es esta "Hansel y Gretel" que al final son devorados por la bruja de turno, pero dentro de la estructura moral de la cinta, sorprenden dichos apuntes mutados en excesos que acaban por llevar al espectador a un límite al que no está dispuesto a llegar.

Nadie sabe por qué una situación semejante se pueda llegar a dar y Kore-Eda acierta al no poner rostro al mal y sí a la desgracia, por lo que Nadie sabe podría ser perfectamente una definición de diccionario de lo que es vivir. Éste no es un film hecho para remover las conciencias bienpensantes occidentales, es un retrato existencial cuyos mínimos escapismos funcionan tan liberadores como la lluvia que baña el carnaval de Shara o el columpio en que se mece el protagonista de Vivir. El "realismo trágico" que se esfuerza siempre el cine en disfrazar aparece así en su máximo esplendor —como viene siendo habitual en buena muestra de los productos que nos llegan de la cinematografía asiática—, demostrando que nadie sabe por qué existe el mal, aunque éste sea por pura transición cinética vital, simplemente uno decide olvidarse para poder seguir despertándose cada mañana, de la misma forma que uno suele olvidarse de que vive , ocultándolo tras las costumbres y deberes cotidianos que hacen de la rutina el paraíso en la tierra añorado por todos.

(1) Nota puramente enunciativa de un crítico con la mirada cansada: Desde que el 2004 fue el año del centenario de Ozu, no dejo de encontrarme en dos de cada tres críticas citas al director de Cuentos de Tokyo (Tokyo Monagatari, 1953) en cuanto aparece un plano fijo en la pantalla. Y es que en esto de la crítica mucha gente se doctora sin haber aprendido ni siquiera a leer.

(2) Uno de los máximos logros de la película es la magnífica interpretación de los jóvenes protagonistas, a poco que se piense, es algo hasta insultante. Yuya Yagira, el joven que interpreta a Akira, se llevó el Premio a la Mejor Interpretación en el Festival de Cannes 2004.

1 comentario:

  1. Está muy que se publiquen en este blog cosillas sobre películas modernas, ya que el cine moderno está muy por encima del nivel prejuiciado en la actualidad. Y algo que lo prueba es ésta película, además de muchos otros films orientales que están poniendo el listón muy alto para Europa y Estados Unidos. Me gustaría que en éste blog se profundizara más sobre el cine independiente actual.

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