lunes, 30 de julio de 2007

Bergman, in memoriam






El escritor y director de cine y teatro sueco Ingmar Bergman nos ha dejado. El autor de películas como ‘El séptimo sello’ o ‘Fanny y Alexander’, se nos ha ido a la edad de 89 años en su casa de la isla de Faro, según ha anunciado hoy mismo su hija, Eva Bergman.

Uno de los más influyentes directores de la segunda mitad del siglo XX, ha encontrado su final de una manera dulce y tranquila, en la cama y rodeado de su familia, tal y como ha explicado su hermana a la agencia sueca de noticias TT sin precisar las causas del fallecimiento ni la hora a la que se produjo.

El funeral, cuya fecha y lugar están sin confirmar, se hará en la más estricta intimidad. Su muerte ha conmocionado a la sociedad sueca y al mundo del cine, al ser reconocido unánimemente como uno de sus maestros indiscutibles.

Nos deja para la posteridad 54 películas, 126 producciones teatrales y 39 trabajos para la radio. Descanse en paz este maestro de la imagen.

En su recuerdo vamos a publicar en nuestro blog este artículo que Joaquín Vallet escribió en Miradas de Cine sobre su última película Saraband:

El Bergman contemplativo

Ingmar Bergman tiene casi noventa años. Y, a esta edad, muchos intuimos que debe estar emulando a uno de los personajes por él creados, Antonius Block. Al igual que aquél, no es difícil imaginarse a Bergman jugando al ajedrez con una Muerte de rasgos hieráticos a la que, probablemente, vea cada vez más y más cerca. Sin embargo, Bergman, concienzudo como pocos y buscador incansable de verdades morales y existenciales por el sendero de la indagación más escrupulosa y, en más de una ocasión, dolorosa, ha recorrido el suficiente camino a lo largo de su vida (tanto la personal como la cinematográfica que, en el fondo, hablando de Bergman viene a ser lo mismo) como para tener la seguridad de haber encontrado la clave de su propia vida y sentirse tan a gusto consigo mismo como otro de sus hijos fílmicos, el profesor Isak Borg quien, una vez arreglados los cabos sueltos con el pasado y las tensas relaciones con los miembros de su familia, encuentra la suficiente paz de espíritu como para entregarse a su postrer sueño. El arreglo de cuentas particular de Bergman es, sin ningún género de dudas, Saraband, película con la que alcanza tal grado de serenidad que únicamente se puede realizar cuando se es consciente del tiempo vivido y del que queda por vivir.
Saraband es un compendio del anterior cine de Bergman con la que el cineasta cierra el círculo de una filmografía tan íntimamente interconectada que apenas es posible tratarla de forma separada. El film da comienzo como Fresas salvajes, incidiendo en las fotografías y dejando de manifiesto la suma importancia que los recuerdos tendrán a lo largo de la película. Sin embargo, entre Fresas salvajes y Saraband median cuarenta y cinco años de reflexiones, encuentros y desencuentros y, sobre todo, un ingente número de obras que Bergman, frecuentemente, ha utilizado como elemento catártico. El joven artista de treinta y nueve años, preocupado por la existencia de Dios, los dogmas morales, la problemática vital y la incomunicación humana se ha convertido en un viejo sabio que, aun sin poseer ninguna de las respuestas que ha ido buscando, sí ha encontrado un film con el que reflejar su actual etapa con un pulso casi ascético.

La película es, asimismo, una pieza de cámara (en el sentido más schubertiano de la expresión), cerrada en sí misma, íntima y secreta, silenciosa y tan intensa dentro de su aparente austeridad que llega a inquietar. Salvo el prólogo y el epílogo (la presentación y despedida de Liv Ullmann) Saraband está construida, íntegramente, mediante conversaciones. Conversaciones entre dos interlocutores en las que, generalmente, se habla de una tercera persona, se rememoran hechos pasados o se comentan antiguas (o presentes) frustraciones. Sin embargo, existe un detalle más importante que las palabras que recitan los actores y es qué están haciendo, sus movimientos por el espacio escénico o cuáles son sus gestos y actitudes mientras declaman sus frases. En Saraband, de hecho, una conversación entre padre e hija puede devenir en un gesto de latente o consumado incesto, o un diálogo entre una antigua pareja puede provocar una inusitada regresión de amor e, incluso, pasión mediante una mirada concreta. La clave de todo ello está en una dirección de actores sencillamente prodigiosa en la que todos expresan un cúmulo de emociones y sentimientos extremos, sin caer jamás en los aspavientos melodramáticos. De igual manera, el análisis del subtexto es tan minucioso y contundente que se convierte en la base de la importancia del film, más allá de su liviana trama argumental.

Saraband, como toda obra maestra que se precie de serlo, produce una extraña sensación de juego de espejos. Bergman, al igual que en el resto de su apasionante obra, nos está narrando todos sus sentimientos, sus anhelos, sus emociones y dudas más profundas. Aun así, el espectador se encuentra reflejado (aun involuntariamente) en alguno de los múltiples flancos que delimitan el film. Existe una especie de interconexión atávica en la materialización audiovisual de los más íntimos recodos internos de un maestro casi nonagenario y el resto de todos nosotros que llega a sorprender. Puede ser debido a que el cineasta ha llegado a un conocimiento tan amplio del alma humana que es capaz, incluso, de darle imagen. O, quizá, que Bergman, al final de todo, nos está contando impresiones universales que sabe tratar con la madurez y la profundidad necesarias como para abarcar todas las aristas posibles.

Sea lo que fuere, con Saraband, Bergman llega al mismo estatus que Dreyer con Gertrud o Kubrick con Eyes Wide Shut: la sublimación, casi cercana a la abstracción, de un estilo propio sin parangón posible, y la creación de una pieza absolutamente magistral.

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