martes, 10 de julio de 2007

Ser y tener




Publicado por José Manuel López en Tren de sombras

Diario de un maestro rural
Être et avoir (Nicolas Philibert 2002)

«E sente saudade de si ante aquêle lugar-outono...»
Fernando Pessoa
, Hora absurda
(Cancionero)

Ser y tener. Dos verbos que han sido conjugados en multitud de lenguas y han llenado innumerables cuadernos y pizarras a lo largo de los años. Dos verbos elegidos, probablemente, al azar y que en alguna ocasión habrán sido escritos en la pizarra de la escuela de clase única de St.-Etienne-sur-Osson, un pequeño pueblo de doscientos habitantes en la región de Auvergne al que un día de otoño llegaron Nicolas Philibert y su reducido equipo de rodaje. Hoy en día, todavía es posible encontrar en Francia este tipo de escuelas —que tampoco fueron extrañas hasta hace unas décadas en la España rural— en las que un único maestro se hace cargo de la educación de todos los niños del pueblo. El profesor de St. Etienne, un hombre de suave decir e infinito mirar llamado Georges Lopez —monsieur López para sus alumnos—, tiene bajo su tutela a trece niños de entre cuatro y once años separados en tres grandes mesas: les grands, les moyens y les petits.

Ser y tener comienza con un rebaño de vacas que pastan a la intemperie en medio de una confusión de nieve y viento. Un coqueto edificio de piedra es golpeado por la ventisca: es la escuela. En su interior unos inesperados habitantes, un par de tortugas, se deslizan sobre el deslustrado suelo de madera de una clase vacía y silenciosa. Pocas estancias se muestran más desorientadas y solitarias que un aula privada de su infantil rebumbio de gritos y carreras. En el exterior, una marea de ramas oscila al vaivén del viento. Estas concisas escenas de introducción cumplen la función dramática, en palabras del propio director, de situar la escuela en el mundo, en un contexto y un tiempo concreto. Con ellas, además, Philibert plantea el contraste —tema recurrente en su filmografía— entre el inhóspito mundo exterior y la protección de las comunidades en las que los hombres tendemos a agruparnos. En el cálido interior de esta pequeña clase, entre tablas de multiplicar, dictados y ejercicios varios, surgirán los pequeños dramas provocados por la convivencia cotidiana: deberes inatendidos, roces con los compañeros o con los padres, problemas de adaptación, de timidez, etc., un rico anecdotario cotidiano al que el profesor Lopez responde de manera estricta pero conmovedoramente paciente.

El efecto cámara

En Ser y tener adquiere especial relevancia el viejo debate sobre la presencia de la cámara y su decisiva influencia en las personas que a ella se enfrentan. El principal problema al que hubo de enfrentarse Philibert fue el de captar las reacciones de este reducido grupo humano en el limitado espacio del aula sin interferir en su transcurso natural. Gran parte del metraje de Ser y tener transcurre en el interior de la pequeña clase de St. Etienne —nada que ver con las amplias salas de La ciudad Louvre, los vastos jardines de la clínica de La Borde en Lo de menos o las dispares localizaciones de En el país de los sordos— lo que provocó que las cuatro personas del equipo de rodaje nunca pudieran refugiarse en una discreta distancia o en un recodo tranquilo y apartado. Philibert ha afirmado que la confianza fue determinante para filmar como si no hubiera extraños presentes: «Viendo la película, tenemos la impresión que los niños olvidan muy pronto la presencia [de la cámara]. […] Al cabo de tres dias, eramos casi parte del mobiliario. Naturalmente, desde el primer al último día, fuimos lo más discretos posible, para no frenar el desarrollo normal del grupo […]. De hecho, que un niño mirara a cámara no me molestaba. Durante todo el rodaje traté de guardar una especie de "neutralidad bonachona"»(1).

Su intención era, por tanto, tratar de recoger de manera neutral la espontaneidad de lo cotidiano evitando adulterar lo filmado. Pero ¿lo ha conseguido? Mientras veía esta película jamás dudé de la naturalidad y sinceridad de lo que ocurría en pantalla. Ahora bien, he de reconocer que me encuentro entre aquéllos que opinan, siguiendo a Bill Nichols, que no se puede amar el documental si se busca la verdad como idea platónica puesto que hoy en día no es posible percibir la realidad si no es a través de su simulacro. No pretendo volver sobre este tema ya esbozado en la introducción pues me parece evidente y universalmente aceptado que cualquier respuesta de un sujeto ante la cámara estará siempre condicionada por ésta. Por ello considero perfectamente válido el término “actuación” para denominar el comportamiento de estas personas que representan su vida cotidiana ante la cámara. Al fin y al cabo, todos nosotros actuamos constantemente en nuestra vida diaria bajo múltiples máscaras por lo que, con mayor motivo, lo haremos ante una cámara. Sólamente en soledad, alejados del “gran ojo” social, parecemos ser capaces de abstraernos del entorno y poder ser la suma de fragmentos de otros que por mera convención hemos dado en llamar “yo”.

A pesar de esta decisiva influencia de la cámara sí creo posible un variable grado de habituación, una trabajada confianza, una complicidad —términos bien conocidos por la antropología— que permitan obtener respuestas válidas y sinceras, en tanto que no fingidas; aunque siempre actuadas y diferentes a las que se obtendrían si no hubiera una cámara presente. Se podría poner el ejemplo de las cámaras ocultas pero, aún así, las respuestas ante la presencia y las preguntas del cineasta/investigador no serían del todo verdaderas pues, retomando la frase de Rouch citada en la introducción, «se distorsiona la pregunta con el sólo hecho de preguntar». Philibert acepta, por lo tanto, el “efecto cámara” para ofrecerle a los espectadores la posibilidad de realizar de manera activa lo que de Javier Maqua describe como «una operación de restado que permita abstraer del conjunto lo que queda sin modificar del sujeto filmado»(2).

Narración

Del otoño al verano, el discurrir de las estaciones durante un año escolar marcará el ritmo lento y pausado, necesario, del filme. Durante siete meses Philibert rodó más de 60 horas de metraje que quedaron condensadas en un —brillante— montaje final de 104 minutos. Al igual que en sus anteriores películas, Ser y tener mantiene el gusto de Philibert por rodar sin guión previo y se construye en base a pequeños fragmentos dramáticos que el cineasta va incorporando a la historia, pero a la vez presenta una narración más ambiciosa. Puede ser que Philibert buscara conscientemente nuevas soluciones para esta película pero también es muy posible que sea el resultado de su natural maduración como cineasta. En este sentido, Ser y tener tiene un discurso más cinematográfico que sus predecesoras y construye una historia —en el sentido más clásico del término— que discurre por unos cauces narrativos bien definidos y acotados temporal y argumentalmente por la duración del curso escolar.
Philibert ha logrado su película más compacta hasta la fecha, sin abandonar el territorio documental que ha hecho suyo pero incorporando a su discurso elementos de marcado carácter ficcional, puede que en parte obligado por su intencionada renuncia a la fórmula (típicamente documental) de la entrevista, usada intensivamente en películas anteriores. Elementos como el uso clásico de los contracampos para dotar de mayor espacialidad a las conversaciones (que en determinados momentos me hizo dudar de que se hubiera rodado con un sola cámara); o las pequeñas subtramas que contribuyen a dotar de un cierto suspense al filme, por ejemplo la expectación por las notas de los exámenes de acceso de los alumnos de último año o la momentánea desaparición de una alumna durante una excursión por el campo. Esta acumulación de recursos recuerda a otros acercamientos documentales promiscuamente ficcionales como En construcción (José Luis Guerín, 2001) o Nanook el esquimal (Nanook of the North. 1922) a la que su director, Robert J. Flaherty, definió como «una combinación de cine dramático, educativo y de inspiración»(3), una frase a la que Ser y tener podría amoldarse sin dificultad.
Pero el elemento que mejor define este nuevo carácter es el uso de escenas de transición en las que los alumnos se dirigen de la escuela a casa y viceversa a través de la potente y cambiante naturaleza de St. Etienne. Estos interludios actúan de engarce entre los dos ámbitos fundamentales en la vida infantil, el escolar y el doméstico, y le sirven a Philibert, además, para dejar bellamente reflejado el tránsito estacional como reflejo del paso del tiempo y de la propia evolución, más íntima y modesta, que viven los niños. Philibert matiza estas escenas con una hermosa música (las Canciones de los niños muertos [Kindertotenlieder, 1902] de Mahler, principalmente), un acompañamiento que redunda en su orientación ficcional. En otra de esas típicas (y arriesgadas) analogías en las que el observador de cine suele embarcarse, este uso de la música y de personas que caminan me recordó a una de las marcas de estilo más reconocibles de Kitano Takeshi. En el cine del japonés, estos desplazamientos no se limitan al plano físico del movimiento sino que sugieren el tránsito vital de los personajes, una sensación de pausadas reflexión y expectación, un mayor interés por el viaje en sí que por la llegada. Son, por lo tanto y aunque no lo parezcan, plenamente narrativos. Los engarces kitanianos también suelen ser acompañados por música, normalmente compuesta por el gran Joe Hisaishi, excepto Zatoichi (Zatôichi, 2003), primera colaboración de Kitano con el compositor Keiichi Suzuki tras muchos años de inolvidable unión creativa con Hisaishi.

Un tiempo en fuga

En algunas ocasiones, y sin previo aviso, sentimos una extraña lejanía del tiempo presente, como proyectados en un tiempo blando donde sólo somos el antes de un después que no es sino ahora distante. El aparato cinematográfico es, en cierto modo, un dispositivo sin presente marcado por la fugacidad de sus fotogramas en tránsito, que nos obligan a sentir en pasado presos en un flujo continuo de fugas. Ser y tener maneja en sus 104 minutos toda la gama cromática de los ocres: el discurrir del tiempo, el desasosiego, un ambiente de pasado constante..., unos colores que parecen aflorar en los ojos del profesor Lopez ante el profundo cambio que está a punto de producirse en su vida.

En sus dos películas anteriores centradas en comunidades —Lo de menos y En el país de los sordos—, Philibert hacía un uso intensivo de la entrevista pero en Ser y tener sólo la utiliza en una ocasión, lo cual le otorga relevancia a su elección. El cineasta entrevista a Lopez, pero no lo hace en la escuela sino en el jardín de su casa donde, por primera vez, le vemos fuera del espacio comunitario donde realiza su trabajo. Y es este ambiente íntimo y recogido donde el maduro profesor enfrenta por primera vez con su mirada la cámara de Philibert y relata como la influencia de su padre agricultor, un emigrante español que no desea el mismo destino para su hijo, fue la que le llevó a hacerse maestro y como ahora —tras treinta y cinco años de profesión, veinte de ellos en esta misma escuela en Auvergne— ha de afrontar la inminencia de su jubilación. Puede que este sea el primer punto que nos ayude a entender esa capa de melancolía que recubre el filme de Philibert, pero no es el único. Algunos de los conflictos con los que ha de lidiar Lopez nacen del miedo de los niños de último año ante su paso a secundaria. Al igual que su profesor, están a punto de afrontar un cambio capaz de trastocar su pequeño mundo: una nueva escuela, nuevos compañeros, nuevos maestros… Aunque no es posible evitar la sensación de que, terminen o no su escolarización, nada cambiará en el futuro de muchos de estos niños. Una certeza que hace aún más admirable la dedicación del maestro.
En la última escena del filme, llegado el final del curso, Lopez se despide uno a uno de sus alumnos en la puerta del aula mientras la cámara observa respetuosamente desde el exterior. El cariño que le demuestran muchos de los niños y la lucha del profesor por contener las lágrimas convierten en certeza lo que ya se había sugerido durante toda la película: Ser y tener no trata sobre la educación, ni siquiera sobre el mundo escolar; es, más bien, una película sobre el aprendizaje como proceso vital de descubrimiento y la enseñanza como acto de amor; una película que acaba convirtiéndose en una rendida oda al profesor Lopez, un héroe cotidiano armado con un lápiz, una mirada tranquila y una paciencia infinita. Si en Los 400 golpes (Les quatre cents coups. 1959) Truffaut se servía del despótico y amargado maestro de Antoine para darnos una visión devastada (aunque optimista, baste recordar ese congelado y libre plano final a pie de playa) de un país sin referentes en parte debido a un sistema educativo corrupto, Philibert le otorga a Lopez —maestro vocacional y entregado— parte del poder necesario si no para mejorar el mundo sí, al menos, para mantenerlo en marcha.

Porque Ser y tener no es en una película triste —¿quién ha dicho que la melancolía deba ser lo contrario de la alegría?— sino que se ofrece luminosa y sincera al público al tiempo que reflota el asombro que dejó en nosotros En el país de los sordos. Un asombro, ciertamente, infantil que bien puede surgir de los ojos traviesos y curiosos de Jojo —el niño que en seguida se convierte en el favorito de Philibert por su desparpajo y naturalidad— o en los limpios y redondos de Ahmed, el niño iraní de ¿Dónde está la casa de mi amigo? (Khane-ye doust kodjast?, Abbas Kiarostami. 1987), con la que Ser y tener establece fuertes lazos. El primero y quizá más importante en este punto, es que tanto Philibert como Kiarostami —otro cineasta apegado al mundo de la escuela y los niños(4)— han sabido reconocer en ambos filmes la pureza documental de la infancia y su mirada limpia de ciertas ficciones que el tiempo trae siempre consigo.

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